Santiaguito y el “capitalismo salvaje” que sigue «llevándose» vidas y sueños

( Por Victor Calvigioni) Sus amigos, y conocidos lo llamaban Santiaguito. Su nombre y apellido era Santiago Sajo, y era  de nacionalidad yugoslavo. En su juventud y luego de la gran guerra, huyó de la pobreza de su país. Se radico muy cerca de Colón apenas a 40 kilómetros. Trabajó en la estancia “Santa Juana” como encargado de una huerta de dos hectáreas de extensión (estaba solo, con el arado, la asada, las palas y un caballo). Sin embargo, estaba rodeado de zapallos, calabazas, acelgas, lechugas de distintos tipos, sandías, manzanas, peras, granadas y melones. Su quinta era un gran supermercado a cielo abierto.

Utilizaba para que sus plantines cubrieran los largos  surcos, un rudimentario palo en forma de “revólver” y que paradójicamente solo daba vida a miles de vegetales. Trabajó muy duro. Su casa era una solitaria pieza que solo tenía como muebles una cama, un ropero, y una mesa con dos sillas, y estaba ubicada  en el pabellón de los obreros. Cada mediodía y cada anochecer, caminaba cien metros con una olla de lata provista de una manija.

Buscaba su almuerzo o su cena en la cocina general y regresaba a comer en soledad sobre la tosca mesa de madera. En esos momentos  seguramente estaba envuelto en mil recuerdos. Nunca olvido sus orígenes. Un día con una vieja máquina, y a su pedido, le saque una foto que se plasmó en un grueso papel en blanco y negro.

Se encontraba trabajando en la quinta. La postal de poca calidad, lo mostraba  sentado  en un arado de una sola reja, tirado por un viejo caballo. Un mes después sus familiares en aquel lejano país europeo recibieron  una carta,   había sido escrita con un lápiz de carpintero y  como un regalo de Navidad, sus hermanos y primos pudieron ver después de décadas la cara borrosa de Santiago.

Siempre  estaba con su inseparable pipa de madera y un paquete de tabaco, color verde. La pipa era de su propia construcción. Pasaba  muchos domingo moldeándola.

Su vida era muy simple y austera. El único viaje que realizaba era a la ciudad de Colón. Siempre a principio de mes. Se cortaba el cabello en una peluquería de calle 48, visitaba a un paisano, y depositaba el dinero en la caja de ahorro del  Banco Nación. Los domingos escuchaba radio, y a su querido Ferro. Un día por curiosidad le pregunte porque simpatizaba con este equipo. Me contestó “Mío Ferro…casi no tiene hinchas”. Mil veces me habló de regresar a Yugoslavia. En 1975 fue un año clave.

El  recordado “Rodrigazo” se llevó todo el dinero que había guardado pacientemente para regresar a su terruño. Volvió a empezar…quería volver. Siguió con sus plantines, y su quinta. La espalda se iba encorvando.   En 1989, mientras mucho se enriquecían,  nuevamente la hiperinflación “comió” sus  ahorros pacientemente depositados. Años después,  y ya en la década infame de los noventa, cargado de años y con su espalda “doblada” definitivamente,  finalmente con la ayuda económica  de algunas personas logró volver a su patria. Pero fue el comienzo de su fin. Lo último que logre saber es  que murió al poco tiempo de tristeza al ver a su país partido en mil pedazos por la guerra que lo sacudió. Dicen que se sentaba sobre una colina y miraba  las columnas de humo y  escuchaba los disparos de los cañones y fusiles . En su cara arrugada se observaban lagrimas que marcaban un profunda tristeza.

El neoliberalismo y el “capitalismo salvaje” de una u otra forma hace que haya miles de Santiaguitos en este presente oprobioso para el país. Miles quedaron en el camino de los sueños. A algunos les quitan sus ahorros después de trabajar toda la vida por migajas, a otros los matan por el petróleo que mueven sus tanques y fábricas de muerte (armas)  y a la mayoría nos sacan parte de nuestros sueños a través de un sistema que solo “alimenta a unos pocos”. No dejemos que pase más.