(Por Fernando Delaiti, de la redacción de DIB) La perra ladró una y otra vez. Nerviosa, iba y venía entre Carlos Sandoval y el viejo galpón de una casa ubicada en ubicada en Esnaola 666. Buscaba algo o, parecía, un olor extraño la alteraba. El hombre abrió la puerta y la perra entró desesperada. Ahí, Sandoval no dudó: llamó a un par de efectivos que todavía seguían por la zona. En segundos rodearon el galpón y como no hubo negociación posible empezó la balacera. Minutos después, la escena era un horror. Sangre por todos lados. Y tirado allí dentro, estaba el cuerpo de Francisco Antonio Laureana, el “sátiro de San Isidro”.
Los años 1974 y 1975 habían sido complicados para los vecinos de ese distrito de la provincia de Buenos Aires. La Policía buscaba a un hombre de 1.70, esbelto, ágil y con acento norteño. Esas eran algunas de las descripciones que acompañaban un dibujo del rostro de un hombre, de unos 35 años, que aterraba a los vecinos. El objetivo era dar con el paradero de un asesino serial que cometió quince violaciones y terminó con la vida de trece mujeres y niñas.
Laureana había nacido en Corrientes en 1952. Pasó su infancia como interno en un colegio católico en la capital provincial y fue seminarista en una orden religiosa. Sin embargo, un día desapareció. El saldo de esa huida, según las crónicas de ese momento: una monja violada y ahorcada.
Luego de tal vez su primer crimen, se mudó a Buenos Aires en julio de 1974 y se instaló en San Isidro. Allí, vivió junto con una mujer que tenía tres hijos. Era una especie de artesano: hacía aros, pulseras, collares y figuras gauchescas en madera que después vendía en la calle.
Las violaciones y crímenes ocurrían los días miércoles y jueves, siempre alrededor de las 6 de la tarde. Los ataques eran a mujeres y niñas que tomaban sol en casonas coquetas o que esperaban algún colectivo. También eran su blanco las pequeñas que jugaban en los jardines de esas inmensas y arboladas viviendas de San Isidro. Todo muy estudiado.
Algunas de las víctimas habían sido baleadas, otras estranguladas. En todos los casos, Laureana se llevaba algo de las mujeres como suvenir ya que, de acuerdo a la teoría de algún investigador, ese fetichismo le permitía recordar a sus víctimas. Además, solía volver al lugar que había atacado para revivir el momento del crimen.
Mientras el país asumía la muerte de Juan Domingo Perón y el inicio de los difíciles meses de “Isabelita” en el poder, los crímenes se multiplicaban y la Policía no lograba dar con asesino. Ágil, como fue descripto, siempre lograba huir. Hasta, se cuenta, policías con pelucas tomando sol en elegantes casas fueron anzuelos ineficaces.
El sangriento final
“Yo salgo, vuelvo en un rato. Cuidá a los chicos que hay muchos locos sueltos en la calle”, le dijo a su mujer. Y salió, como siempre, en su Fiat 600. Pero no volvió. Fue su último acto, allá por febrero de 1975.
Si bien se había movido hasta el momento con mucho sigilo, el identikit que había aportado un testigo tiempo atrás fue clave para su final. El hombre se había topado con Laureana luego de que cometiera uno de sus aberrantes crímenes. Lo vio saltando un techo. Lo corrió, recibió un disparo pero le quedó grabado su rostro.
Corría el 27 de febrero. Como siempre, se acercaban las 6 de la tarde de ese día de verano. Laureana merodeaba un chalet con pileta de la calle Int. Tomkinson, cuando una niña le dijo a su madre que vio al hombre de foto, “el que mata nenas”. La mujer gritó, el criminal escapó y ella llamó a la Policía.
Bajo el mando del subcomisario Eugenio Furlam, los efectivos encontraron a Laureana y le dieron la voz de alto. Un cruce de disparos terminó con una bala incrustada en el hombro del malviviente. Pero pese a ello, escapó. Una vez más, sus movimientos rápidos le permitieron esfumarse. La Policía pidió refuerzos, buscaron entre las casonas, pero nada. Hasta vecinos armados se sumaron a la infructuosa cacería.
Sin embargo, allí apareció la perra de Sandoval. Sus ladridos hicieron que el peón que cuidaba una mansión de una familia alemana alertara a los efectivos. En un galpón, en el fondo, se escondía Laureana junto a un par de gallinas que aparecieron estranguladas. Una decena de policías rodeó el lugar y le pidieron que se entregara. La versión oficial asegura que el hombre, desquiciado, empezó a disparar. Otras, en cambio, indican que no estaba armado y que fue fusilado. Lo cierto es que cuando ingresaron al lugar tras la balacera, la escena estaba teñida de rojo.
Laureana salía a violar y matar sin sus documentos; por eso, investigadores de la Policía Federal tuvieron que identificarlo mediante sus huellas dactilares. Una vez que supieron quién era allanaron dos viviendas. En una vivía su hermana y madre. En la otra, su mujer con los hijos. Ella dijo jamás vio actitudes sospechosas ni extrañas en su marido. Aunque tras allanar su casa, en el interior de una bota, encontraron objetos que les robaba a sus víctimas.
Desde ese momento, los crímenes de mujeres en San Isidro se frenaron. La historia del asesino serial más prolífero de la Argentina pasó a ser parte de las crónicas policiales. Aunque el dolor de las familias de las víctimas, sigue presente. (DIB)