(Por Marien Chaluf, de la agencia DIB )“Hubo un tiempo que fui hermoso y fui libre de verdad”, canta Charly García en Canción para mi muerte, de la mítica banda de rock nacional Sui Géneris. Diego Armando Maradona también fue libre de verdad, y lo fue incluso mucho después de convertirse en deidad. Hubo un tiempo en el que Diego fue feliz en un pequeño pueblo con playa escondido en el sur bonaerense al que le cambió la vida para siempre.
“Diego acá era uno más”, coinciden en Oriente, una localidad del partido de Coronel Dorrego, de poco más de 1.500 habitantes. Marisol es el balneario del pueblo, ubicado a 20 kilómetros por camino de tierra. Las playas son extensas, la vegetación, agreste; y el sol nace y se pone en el mar. Diego pasó allí un mes entero en el verano de 1992 y otro en 1994.
Antes, en noviembre de 1991 había estado una semana por recomendación de uno de sus médicos, Omar Tringler –oriundo de la zona–, después del doping positivo en el Napoli en abril de ese año, por el que fue suspendido 15 meses. Previo a eso, en 1982, también había visitado un campo cercano a Oriente.
“Un día nos llamaron a mí y a mi papá para que lo lleváramos a Diego a pescar y así comenzó todo”, cuenta a DIB, Martín Bahía, cuyo comercio familiar Maralí era en esos tiempos uno de los pocos que existían en Marisol. “Todavía no puedo creer lo que pasó”, dice sobre la despedida del Diez. “Yo viví con ellos, con Claudia y con las chicas. En noviembre de 1991, cuando Diego se volvía a su casa me invitó a irme con él. Me dijo ‘Gordillo, venite con nosotros’, así me decía. Estuve casi un mes”, agrega.
En lo de los Maradona, Martín dormía en la habitación donde Diego guardaba sus trofeos y camisetas. Para el verano de 1992, cuando la familia entera se instaló un mes en la playa, ya eran muy amigos. “La dueña de la casa en la que se hospedaron no quiso cobrar alquiler, y con mi vieja fuimos antes, la limpiamos, la acondicionamos”, recuerda.
El balneario Marisol de los años ‘90 no tenía lujos ni gran infraestructura. Era un paisaje rústico con pocas construcciones. “A Diego lo venían a buscar de Bahía Blanca y le ofrecían que se quedara en casas grandes, con pileta, pero él estaba contento ahí”, relató en una reciente entrevista, Carlos Keller, el fotógrafo de Oriente y Marisol, quien siguió los pasos de Diego por esos días.
En la playa, los Maradona siempre se instalaban en la zona de La Boca, como le dicen en Oriente a la desembocadura donde se juntan el Río Quequén Salado con el mar. “Le prestaba la moto de agua a todos. Era muy servicial, humilde, súper dado”, dice Bahía.
¿Por qué Diego era tan feliz allá? “Gordillo” cree que algo de la simplicidad del pueblo le hacía acordar a su infancia. “Como había salido de abajo se adaptaba a cualquier cosa. Imagínate que la comida que más le gustaba eran los nervios, las patas de los cerdos y de las vacas hervidos, con perejil y ajo que hacía mi vieja”, recuerda.
Diego no rechazaba ninguna invitación a comer, tampoco un mate. “Salíamos y siempre alguien lo paraba y le decía ‘vamos a hacer un lechón o unos pollos’. Él se prendía, pero con una condición: ‘Gordillo viene conmigo’. Siempre me llevaba como compinche. Así terminé, con un bypass”, bromea. “Solo preguntaba quiénes iban a estar y qué hay llevar”, agrega Keller.
Maradona -quien ya era un ídolo popular de dimensiones incalculables, el mito viviente que había brillado en el Napoli y, ante todo, el campeón del Mundial ‘86, artista de la “Mano de Dios” y hacedor del gol más lindo de la historia– se paseaba como uno más entre la gente de Oriente y Marisol.
“Mandaba a las nenas a comprar el pan a lo de Marta y Pablo (los papás de Martín Bahía) en Maralí”, recuerda Juan Giannecchini, quien junto a su hermano Oscar, tenían el boliche, a donde Diego iba a bailar casi todas las noches con Claudia y amigos. “Para él era impagable la libertad con la que se movían las nenas, estaba tranquilo y eso hacía que lo pasara muy bien”, continúa en diálogo con DIB.
“Nosotros somos muy futboleros. Lo admirábamos a Diego desde el Mundial juvenil de Japón, lo seguimos siempre. Imaginate cuando nos dijeron que iba a venir un mes a Marisol, no lo podíamos creer”, relata Oscar Giannecchini. “Lo fuimos a recibir, había un montón de chicos y mientras bajaba las valijas, él les decía ‘quédense tranquilos que me vine a quedar’. Diego estaba en Marisol. Era increíble”, agrega.
En el pueblo, nadie se le tiraba encima ni lo acosaba. Sí le pedían fotos, claro. Y Diego accedía sin problemas. Había un acuerdo implícito entre la gente: a Maradona no había que molestarlo para que se quedara, y si aparecía alguien que “se pasaba de la raya” rápidamente se lo ubicaba.
“Él me buscaba cada vez que quería hablar de fútbol. Me acuerdo una vez mano a mano, los dos solos en La Boca, hablábamos de fútbol y tomábamos mate”, rememora Juan.
El periodista local Patricio Elías tenía 11 años cuando Diego fue a instalarse aquel verano del ‘92. No había podido verlo en las ocasiones anteriores y, ante el rumor de que pronto volvería, montó una guardia en la estación de servicio de su papá, en la entrada de Oriente, con la cámara de fotos colgada del cuello. Cuenta que el día que “el Diez” volvió fue él quien le cargó combustible al auto, pero por los nervios tuvo que tomar el surtidor con las dos manos por todo lo que le temblaban.