La renuncia a principios de marzo de la irlandesa Marie Collins a la comisión creada por el Papa para investigar abusos sexuales, dejó al descubierto las peleas dentro de la propia Iglesia y abrió dudas sobre la auténtica voluntad para sancionar a los abusadores.
El 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes, los obispos de todo el mundo recibieron una carta en la que el papa Francisco aseguraba que la Iglesia «llora con amargura» el pecado de los abusos sexuales cometidos por sacerdotes. Allí, también les pedía «tolerancia cero» con los abusadores.
Apenas había pasado un mes y medio de aquella carta cuando Marie Collins, de 70 años y víctima de abuso sexual, pegaba un portazo a la comisión creada por el Papa para combatir la pederastía dentro de la Iglesia. «Es devastador, en el año 2017, ver que hay hombres que aún pueden anteponer otras preocupaciones a la seguridad de los niños o de adultos vulnerables», dijo entonces Collins en su renuncia a la comisión creada por Francisco en 2013.
Aunque la mujer se cuidó de no criticar al Papa, habló de la «resistencia cultural» dentro del Vaticano y de cuestiones de «política interna y el miedo al cambio». En tres años de trabajo, Collins nunca pudo sentarse a hablar frente a frente con Francisco.
La renuncia de Collins se sumó a la de Peter Saunders un año antes. En un reportaje con BBC Mundo, Saunders, también víctima de abuso sexual, había dicho: «Durante el papado de Francisco la Iglesia católica no ha hecho nada para terminar con los abusos a niños por parte del clero».
Después del impulso que Benedicto XVI le había dado a las investigaciones sobre abuso sexual dentro de la Iglesia -Ratzinger además reconoció que hubo «actos criminales e inmorales»-, la tierra del Papa no escapa a esa dinámica.
A la Iglesia local le tomó dos años redactar el protocolo de acción ante casos de abusos que la Conferencia Episcopal había aprobado en la 105ª asamblea plenaria de abril de 2013. Sólo en 2015, los obispos elaboraron su guía en la que recomiendan que «las víctimas presuntas o comprobadas de abusos sexuales y sus familias han de ser recibidas y escuchadas personalmente -y con caridad pastoral- por los obispos y superiores mayores de institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica».
Además, aconsejan la «máxima disposición a cooperar con el conjunto de la sociedad y con las competentes autoridades nacionales y provinciales con respecto a esta cuestión».
Pero al igual que ocurre en el Vaticano, en la práctica, como reconoció monseñor Sergio Buenanueva, las recomendaciones terminan dependiendo de la voluntad de cada obispo.