(Por Pablo Rodríguez redaccion@miradorprovincial.com) Así como «El agua mala» le dio vida al genial libro de Josefina Licitra sobre el ocaso de Epecuén, bien podría usarse el rótulo para narrar esta historia, porque también hay quienes caminaron sobre las ruinas. Los protagonistas son el relato vivo de las épocas doradas, de los salones asqueados de lujo, de filas trenzadas de carruajes, autos y bohemios. Son un piano y una mujer, los únicos sobrevivientes del viejo hotel de Melincué.
Ahí, en pleno corazón de los humedales del sur santafesino, dos empresarios levantaron una construcción en la que se contaban 34 habitaciones con todas las comodidades, playas de fácil acceso para las embarcaciones, orquestas, estación de servicio, usina propia, pista de bowling y de aviones. En ese lugar, donde a comienzos de la década del 30 la «barroterapia» y las aguas termales eran el gancho para garantizar el éxito, tuvieron que pasar dos grandes inundaciones para llegar al final de esta crónica. Del traje, la corbata y la galera, a los shorts con sandalias en un parpadeo.
La primera crisis, en 1941, obligó al monstruo a dormir hasta 1967. Solo ocho años estuvo despierto porque en 1975 las sábanas lo taparon para siempre. El agua lo abrazó durante décadas, hasta que lo dejó ir y pudo asomar la cabeza. Antes de eso, de que el agua mala lo asfixiaría, un piano y una mujer escaparon, para ponerse a salvo y ser hoy los dos únicos testimonios de esa belle epoque, que hoy tiene mucha sangre salada en los genes.
Como la Atlántida que narraba Platón, el viejo hotel de Melincué desapareció de golpe.
Piernas mojadas
Doña Esther Taconi era conserje del Club Náutico que tenía la concesión en el balneario. Llegó para hacerse cargo de la parte gastronómica del viejo hotel durante tres años, exactamente hasta marzo de 1975 que la laguna se hartó de la gente y los echó.
Como si hubiese sido ayer, recuerda que una noche llovieron 320 milímetros y se inundó todo. Había personas de temporada pasando los días. Con su marido, juntaron lo que pudieron y se despidieron con un tibio «hasta siempre». La laguna estaba colándose en el pueblo. Las aguas tercas venían para quedarse.
Cuasi fotografía mental, narra: «El lugar tenía comedor, planta baja con capacidad para 400 personas. Primer piso y segundo con 17 habitaciones en cada uno. Siempre estaba completo. Venía gente de todo el país a hospedarse». Irónicamente, el año de la debacle, fue en el que mejor trabajaron.
Hasta recuerda el retumbe de las voces imponentes del tango en aquellos días, como la de los santafesinos Rosanna Falasca y Raúl Lavié. A Mirtha Legrand dice que nunca la pudo ver por ahí. El relato popular repetía lo contrario. En fin.
Esther hace cinco años que empezó a perder la visión y otros tantos más que cambió las grandes cocinas y el manejo de personal, para preparar comida en su casa. Lo hace pensando en familiares o amigos. Dejó el menú fijo de los domingos en la laguna (era ravioles y pollo al horno) por las viandas diarias.
«Sentimos la pérdida que hubo para el pueblo. El comercio lo lamentó un montón (nobleza obliga: aprendimos que el viejo hotel solo funcionaba en épocas de verano. Para el invierno, estaba cerrado). Yo extraño esa hermosa panorámica que había desde el primer piso hacia la laguna. Pero cuando se embraveció, no hubo con que taparla. Y un día no se pudo hacer más nada».
Doña Taconi, que se metió muy poco al agua de Melincué (no le gustaba mucho; remarca que era fría, oscura y salada), se acuerda del piano, el otro sobreviviente: «Lo teníamos a la entrada. Estaba ahí. Cualquier corajudo que se animara, pedía permiso y se sentaba. Pero no había un músico fijo», destaca.
Por si acaso, agrega: «Sí me acuerdo que había un flamenco gigante embalsamado, al lado del piano de cola. Lo vimos hace mucho en el edificio comunal, pero después desconocimos su paradero». Quizá ese misterio pueda empezar a resolverse.
Piano man
Así como el clásico y eterno hit de Billy Joel, Melincué tiene un «piano man». O al menos, se lo conoce amante de las teclas blancas y negras. Es el ex presidente comunal y médico del pueblo, Andrés Sacchetto. Fue él quien hizo sonar a la mole de madera que hoy se encuentra sobre el escenario del ex Colegio Nacional de Comercio. El instrumento todavía tiene un brillo único.
El piano de cola es de origen alemán, marca «Kriebel» (si tuviese ruedas y motor, sería un Mercedes Benz). Estiman que llegó al pueblo en la década del 40 comprado por la comisión comunal para amenizar las veladas del gran hotel. Sobrevivió a la primera y segunda inundación. Hubo una misión especial que encomendó su rescate.
Lo mudaron de un colegio a otro, casi escondido. En la década del 80 se decidió que volviera a tener un lugar acorde. Fue cedido a Educación del Gobierno nacional y finalmente llegó a posesión de la Provincia. Lo protegieron con lo que había y quedó mudo hasta estos días con un candado. En los 90 lo reactivaron para las clases de piano del maestro Gómez de Venado Tuerto. Estaba detrás de una cortina, a la vista del sol. Un acto criminal para su estructura.
Sacchetto explica que los primeros cuidados implicaron afinación. Casi llegó a la universal, la 440, pero no pudo porque se corre el riesgo de que el arpa lesione el instrumento y puede ser irreversible. Las mejoras van a ser sucesivas. En marzo podría estar a tiro.
Resta el mantenimiento de la máquina (desde la tecla al martillo que hace sonar la cuerda), que está en buenas condiciones. Hasta planean enchaparlo en caoba, para el final: «Queremos que la gente vea la versatilidad. Traer grupos y músicos que le den uso en distintos géneros. Abre muchas posibilidades en lo cultural», aclara el doctor. Y agrega: «Este piano fue el centro de todas las veladas y las noches en el hotel, que veía caminar por sus pasillos entre 20 y 30 mil personas por fines de semana. Era un lujo de la clase media y alta que superaba a cualquiera de la época en muchos lugares del país», destaca.
Uno y otra, otra y uno. El piano y Esther, la conserje y el alemán. Los dos están en Melincué, literalmente separados por una calle. Una noche la vida los separó, pero hoy de manera impensada los volvió a unir, como si todavía fuesen a llegar nuevos huéspedes. No importa si a pie o en carruajes.
Lo único claro es que se miran desde lejos. Pero no se tocan.