La increíble historia de Eusebio Marcilla, el piloto de carreras que prefirió la solidaridad a la gloria deportiva. Fue duramente perseguido por negarse a hacer propaganda a favor de Juan Perón.
Son las 4:30 de la madrugada del 29 de octubre de 1948 en un polvoriento camino de Huanchaco, Perú. Juan Manuel Fangio maneja, exhausto, su Chevrolet. Está sin dormir, porque un alzamiento revolucionario obligó a una arriesgada partida nocturna. De pronto, el sueño lo traiciona. Es un segundo, pero cuando vuelve a abrir los ojos tiene una curva encima. En la escena siguiente, intenta salir de los fierros retorcidos. Parece el fin: el auto cayó a una hondonada y el resto de los pilotos pasan sin advertirlo. Pero de pronto, como salido de ninguna parte, aparece su salvador: Eusebio Marcilla se dio cuenta de lo que pasó, paró y se dispone a salvarle la vida.
Borges dijo, en Biografía de Tadeo Isidoro Cruz, que hay un instante, crucial, en el cual los hombres deciden su destino. En el que se transforman en quienes realmente son. Para el policía rural del cuento, fue el momento en que decidió ponerse del lado del prófugo Martín Fierro. Para el piloto de Junín, eso se dio cuando sacó el pie del acelerador y apretó el freno. Ese fue el segundo en el que nació “El Caballero del Camino”, el mote que le pusieron sus propios rivales -sus compañeros de ruta-, con el que sería recordado para siempre este piloto que, sin ganar ningún campeonato, entró en la galería de héroes del deporte bonaerense.
Aquella madrugada peruana terminó con sabor agridulce. Marcilla llevó a Fangio y a su copiloto, Daniel Urrutia, hasta un hospital en Trujillo. El primero se salvó y luego fue famoso. Pero no se pudo hacer nada por Urrutia. El resto del trayecto hasta Caracas, Marcilla hizo un esfuerzo sobrehumano para recuperar los 20 minutos que había perdido. Casi le alcanza, pero terminó segundo. Fue una proeza, aunque acababa de dejar pasar la segura oportunidad del mayor triunfo de su vida. A él, cuentan, no le importó: lo primero que hizo cuando llegó a la meta fue donar el premio a Fangio, su amigo que seguía internado.
Para Marcilla había sido doblemente difícil llegar a completar los 9 mil kilómetros del Gran Premio Internacional del Sur, la carrera entre Argentina y Venezuela durante la cual salvó a Fangio. Ya era muy popular, no solo porque había ganado tres grandes premios -esas carreras demenciales por caminos impracticables, con autos velocísimos pero casi imposibles de dominar- sino porque ya había dado muestras de solidaridad a los hermanos Gálvez, que todavía corrían juntos, de un accidente en 1940, durante el Gran Premio del Norte. Pero ni aun así conseguía el apoyo económico necesario para competir en pie de igualdad con los pilotos “top”.
La explicación es sencilla: Marcilla, de convicción radical, afiliado a ese partido, había recibido decenas de pedidos del gobierno peronista para que inscribiese en su cupé negra leyendas de propaganda en favor de Juan Perón y las realizaciones de su gobierno. Él se negó de modo persistente: su auto negro solo llevó inscripto el nombre de su ciudad, Junín. No se lo perdonaron: el célebre secretario de prensa Raúl Alejandro Apold, encargado de la censura en esos años, ordenó borrarlo completamente de los medios, un orden que se cumplió a rajatabla y que sirvió de advertencia para los auspiciantes que osaran pensar en apoyar a Marcilla.
Hubo extremos casi risueños, como el del relator ultraperonista Luís Elías Sojit, que directamente no nombraba a Marcilla en sus transmisiones, las más populares de la época. “Pasa el Chevrolet negro”, decía Sojit. O “Tiempo para el auto de Junín”. Malabares verbales para no mencionar al opositor. Existió, también, una excepción al bloqueo. La empresa Suixtil, que fabricaba indumentaria deportiva y apoyaba a todos los deportistas peronistas, nunca le retiró el respaldo a Marcilla. El nunca se quejó demasiado: “No te preocupes, hermano, si no la van a publicar”, les decía a los fotógrafos que lo retrataban al comienzo de las carreras.
Ese vacío se mantuvo a pesar de que Marcilla tenía un admirador incondicional en lo más alto de la pirámide del poder peronista. Era Juan Duarte, el hermano de Eva, con quien había compartido parte de la infancia en Junín. Cuentan que cuando ganaba, la primera felicitación que solía recibir era la de “Juancito”, su viejo amigo, ahora cuñado del presidente de la Nación. Igual, de poco le valió ese contacto: tres veces subcampeón del TC, la categoría del automovilismo más popular del país, y ganador de 9 grandes premios, Marcilla murió sin lograr la atención mediática y el respaldo financiero que su carrera merecía.
El final le llegó a Marcilla en el recodo de un camino en Santa Fe. Fue el 14 de marzo de 1953. Iba primero en la Vuelta de Santa Fe, cuando en una curva que unía rutas -de tierra- en el paraje El Recreo, perdió el control y se estrelló contra una columna de hormigón. Su copiloto, Miguel “El Turco” Salem salió ileso. A Eusebio el piloto Domingo Orduna lo sacó de los restos del Chevrolet negro, que terminó hecho una media luna, con la trompa tocando el baúl, y lo llevó a un hospital de Santa Fe. Pero no pudieron salvarle la vida. Cuentan que en ese trayecto, el “Caballero” alcanzó a fumarse un último cigarrillo.
¿Habrá imaginado el agradecimiento del pueblo, que terminó venciendo al ninguneo? El homenaje fue inmediato: su velatorio, en Junín, fue un acontecimiento masivo. Hoy, en la ciudad, hay una plaza que lleva su nombre. Allí, una estatua lo inmortalizó en su momento mejor. No aparece levantando una copa o descorchando una botella de champagne. En el bronce, para siempre, levanta un cuerpo del suelo. (DIB) AL