Hoy hacen dos años desde que Margarita partió con la promesa de regalarme «mañana» una sonrisa, esa que nunca la abandonaba , ni en los peores momentos.
Ella llegó a la vida desde Elena, esa que con delantal ofrecía su tarea diaria. Caminó tantos caminos rurales que en uno de ellos encontró la salida de su vida de campo.
Y entró junto a la de otra mujer, Catalina. Puedo asegurar que casi no hubo días en que ambas no compartieran un mate, una charla.
Margarita llenó de trabajo cada instante que la rodeó, ese trabajo que todavía sigue invisibilizado para muchas personas, ese que no se paga, ese que implican casi las dos vueltas de manecillas del reloj, de servicio al resto de la familia.
Sin embargo, por sobre esas horas de trabajo doméstico y de cuidados desarrolló una tarea que se veía menos aún, la de comercianta.
Nadie, puedo asegurar que nadie que la conoció –menos aún en el sector comercial- ignoró lo que ella significó en el día a día, en los que cual ritual religioso levantaba las persianas para abrir al pueblo sus puertas, la de «su» tienda.
Entraron por esas puertas Irma, María Elena, Alicia, Graciela, Doña Hilda, Gladys, Mónica, Adriana, Vivi, Déborah y tantas otras mujeres –como Clara- que compartieron tramos de cada semana recibiendo a quienes circulaban por los pisos blancos y negros -como en un sendero de hormiguitas- transportando migas de pan hacia sus destinos de mujeres hacendosas, las que, sin embargo y puedo asegurar, eran las verdaderas constructoras de tanto cimiento fuerte, sólido, como ese que no se ve en la estructura de un edificio y que sin él no existiría. Esos espacios en los que al trabajo se lo llama amor, ese trabajo no pago.
Viajantes que cada tanto retomaban la rutina de recorrer la misma ruta para llegar y ser recibidos con la misma sonrisa alegre, aunque a ella la pesadumbre le aplastara la espalda, transponían las puertas de ingreso que ella abría todas las mañanas de todos sus días.
Nunca la doblegó nada, ni la peor tempestad.
Muchas noches, sin decir de sus cansancios viejos, la vi sentada en su silla y en charla con Olga, otra de las mujeres de su entorno, compartían sus secretos por teléfono.
En el Centro de comerciantes supo lucir en alguna foto de festejos, aunque nunca en cargo directivo; esos estuvieron –y persisten aún- «reservados» para ellos, los esposos.
El nombre de Margarita, como el de tantas «esposas de» brega por salir de las sombras. Porque la gente buena, la que te quiso (¡cómo no quererte!) la que te conoció como Porota, lucha junto al de todas las mujeres que luchamos para vivir vidas en un mundo sin violencias.
Vida por la que también te hiciste un lugar para dejar tu mirada de ojos de miel, con otra sonrisa, la misma que -tal vez- por haber regalado tantas se fue con la promesa de regalarme una … mañana.