El calendario transitaba por el primer fin de semana de octubre de 1977 y la ciudad de Luján se preparaba para recibir una nueva Peregrinación Juvenil. En cuestión de horas, miles y miles de peregrinos, que se calcularon en 300.000 personas, llegaron hasta el principal centro católico de país.
Según reproduce El Civismo, un texto del libro “Luján: Historias Subalternas”, del periodista Nicolás Grande, sobre esa tradicional convocatoria religiosa, describiendo la masiva afluencia como una “verdadera marea humana que pobló por varias horas nuestra ciudad”, conformada especialmente por “jóvenes de ambos sexos con una edad promedio que apenas superaba los veinte años”.
Bajo el auspicio de las máximas autoridades eclesiásticas, el núcleo central de la peregrinación partió de la Parroquia de San Cayetano, en Liniers, a las 14.30 del sábado 1 de octubre. Al llegar a Luján, cerca de las 8 del domingo, se realizó la misa central encabezada por el cardenal primado Juan Carlos Aramburu y concelebrada por el obispo de Lomas de Zamora, Desiderio Collino.
Para esa hora, Luján vivía “una colorida y ferviente jornada”. Y al mediodía, “toda la zona de recovas y plaza Belgrano se convirtió en un inmenso vivac, donde campeó la amistad y el intercambio de alimentos y bebidas”.
Relata El Civismo que “en medio de esa multitud, como agujas en un pajar, unas mujeres desentonaban. Seguramente por ser pocas ante tamaña masa de gente, y porque el silencio imperaba también en las convocatorias más ruidosas, su presencia en Luján pasó desapercibida para los medios de comunicación, aunque algunos de los presentes se percataron de esa presencia extraña. Sus razones y súplicas no eran extraterrenales. Sus pedidos tenían nombres y apellidos, rostros de mujeres y hombres. Estaban, en aquella jornada, haciendo historia al utilizar por primera vez un símbolo que, con el correr del tiempo y de las luchas, alcanzó notoriedad mundial. Esas mujeres parieron en Luján, ante un poder religioso que pretendía ignorar el horror desatado, los pañuelos blancos”, todo un hecho histórico que fue absolutamente ocultado por los medios hegemónicos porteños que protegían al régimen dictatorial genocida.
El parto
Antes de convertirse en las Madres de Plaza de Mayo, aquel núcleo surgido en plena dictadura cívico-militar recorrió un largo, peligroso y doloroso camino. El secuestro de sus hijos marcó para siempre sus vidas. Los primeros fueron pasos individuales que se transitaron en dependencias oficiales o religiosas, con respuestas negativas o evasivas que las fueron templando en la larga lucha que se avecinaba.
“Las Madres nacimos en la política cuando se llevaron a nuestros hijos. Muchas no teníamos ninguna noción. Algunas sabíamos que nuestros hijos se reunían, pero estábamos en otra. En el momento en que rompen las puertas de nuestras casas, se produce la represión tan salvaje y los hijos no volvían, salió de algún lugar una fuerza interna en cada Madre para buscarlos”, sintetizó Juanita Pargament en una entrevista que años atrás le concedió al autor de este libro.
El itinerario se repetía, sin ningún resultado. Muchas puertas cerradas, otras pocas que se abrían simplemente para confirmar el silencio o alimentar el engaño rastrero: “Salíamos a la mañana, volvíamos a la noche y no había respuestas. Golpeamos en los estamentos policiales y militares, que negaban todo. La Iglesia, que es sumamente conservadora, colaboró muy de cerca con los militares. Aprendimos las Madres a seguirlos buscando”.
Desde una energía siempre joven, Juanita recordó de aquellos primeros tiempos que “al principio llorábamos, después secamos las lágrimas y nos dimos cuenta de que a nuestros hijos los llevaron por lo mismo, porque querían un cambio social”.
Fue ese derrotero individual el que permitió, poco a poco, abrir un camino colectivo. Hacia mediados de abril de 1977, una de esas mujeres propuso lo impensado en tiempos de represión y miedo generalizado. Azucena Villaflor de Devicenti alzó la voz para proponer que las búsquedas personales debían aglutinarse y llevarse a la propia Plaza de Mayo, la gran vidriera pública del país. Era el momento de ganar la calle y comenzar a difundir el reclamo más allá de los núcleos familiares.
En el libro Biografía de Azucena Villaflor. Creadora del movimiento Madres de Plaza de Mayo, del escritor y periodista Enrique Arrosagaray, se incluyen varios testimonios sobre aquella propuesta fundacional. A partir de esos aportes orales, Arrosagaray concluye en que Azucena expuso su planteo en varios de los lugares donde solían concurrir familiares de los detenidos-desaparecidos, por ejemplo el Vicariato de la Marina o el Ministerio del Interior.
El 30 de abril, las Madres se reunieron por primera vez en la histórica plaza. Era sábado y el movimiento de gente escaso, razón por la cual decidieron cambiar de día la próxima vez, hasta que finalmente optaron por los jueves.
A partir de esa fecha, el grupo de Madres llevó a cabo diferentes acciones que les permitieron, poco a poco, ganar visibilidad. A su vez, crecieron en su organización interna.
Octubre en Luján
La Peregrinación Juvenil a la Basílica constituía un acontecimiento que despertaba la atención de los principales medios de alcance nacional. Dicha masividad fue considerada por las Madres como un lugar más donde expresar su reclamo entre tantas acciones que buscaban difundir la lucha que habían emprendido meses atrás.
Consultada para la elaboración de este artículo, Hebe de Bonafini explicó que “siempre aprovechamos cualquier movilización para estar presentes, y así nos enteramos de que iba a realizarse una peregrinación a Luján donde se anunciaba muchísima gente, especialmente jóvenes, y decidimos que teníamos que ir”.
La actividad era propiciada por un poder que venía dándoles la espalda, al menos como institución, más allá de los pocos sacerdotes que decidieron enfrentar el aparato represivo y solidarizarse con sus víctimas. Por esa razón, algunas Madres prefirieron no asistir a Luján, entre ellas Azucena Villaflor de Devicenti. Al respecto, Hebe explicó que “algunas no querían saber nada con la Iglesia y decidieron no ir, entre ellas Azucena, porque estaba totalmente en contra del comportamiento que venía teniendo la Iglesia y tenía mucha bronca hacia los curas”. En cambio otras, igual de concientes de esa complicidad, “consideramos que era una buena oportunidad para difundir el reclamo”.
Como parte de los preparativos, se planteó el modo de identificarse entre la masiva afluencia de fieles, teniendo en cuenta que las Madres habían decidido llegar a Luján en distintos grupos según lugar de residencia y posibilidades físicas de completar o no los 70 kilómetros aproximados que conformaban la peregrinación. Hebe recordó que “algunas propusieron utilizar un bastón con un moño, otras plantearon que con eso no iba a alcanzar para encontrarnos”.
“Así surgió la idea de ponernos algo en la cabeza. Una propuesta fue usar algo rojo o azul. Una Madre dijo que usáramos el color blanco, porque se veía de noche. Cuando estábamos por definir ponernos un pañuelo blanco en la cabeza, alguien propuso que usáramos un pañal de nuestros hijos”, planteó Hebe.
Según testimonios que aparecen en diferentes publicaciones referidas a la historia de las Madres, la idea de recurrir a los pañales fue de Eva Castillo Obarrio.
Tal lo previsto, las formas de acceder a Luján fueron diversas. Algunas completaron el trayecto desde Liniers, mientras que otras se fueron sumando en sucesivas etapas. A su vez, estuvieron aquellas que llegaron a la ciudad a través de transportes públicos. Según los recuerdos de Hebe, “fueron unas pocas las que empezaron desde San Cayetano, otras entramos un poco más adelante”.
“Todo el camino se iba rezando, entonces nosotras gritábamos y rezábamos por los desaparecidos. Nuestros gritos se escuchaban porque gritábamos fuerte, además nos fuimos conformando como un grupo bastante importante en cantidad. Cuando llegamos a Luján nos encontramos con otras Madres”, apuntó Hebe.
El pedido por sus hijos desaparecidos expresado a viva voz entre la multitud no resultó ajeno para los sacerdotes que protagonizaron la ceremonia principal. Cuando algunas de las Madres intentaron comulgar, los hombres de negro decidieron ignorarlas y negarles el sacramento.
Desde el altar, montado en la plaza Belgrano, las Madres tampoco recibieron ningún respaldo. El cardenal Aramburu habló de una pacificación que, años después, quedaría decididamente asociada a la condición de impunidad para los responsables del terrorismo de Estado. El olvido como sinónimo de paz: “Nuestra patria a través de un persistente enfrentamiento fundamentalmente ideológico, que tocó valores esenciales de la persona humana, y con un consiguiente y muy doloroso, cruento y bélico accionar, parece acercarse a los umbrales de la cesación del fragor de la lucha y se vislumbra una nueva etapa de la ansiada paz. Esta paz, dejando de ser guerra, no se identifica, sin embargo, ni mucho menos, con pasividad. Esta paz necesita humanamente una nueva atmósfera, o clima, a ser elaborada por todos, tanto quienes tienen la responsabilidad de la decisión como por quienes tenemos la responsabilidad del asentimiento, del consenso y del aporte de participación personal o comunitaria”.
Mientras en los centros clandestinos de detención diseminados por todo el país se reproducía la tortura en nombre y defensa de la civilización occidental y cristiana, la principal autoridad de la Iglesia argentina pedía para que “cada hombre, cada familia, cada sector y todo nuestro pueblo argentino respiremos clima propicio para una auténtica civilización de paz, de progreso, de unidad y de amor”. Para ese entonces, los intentos de lograr un pronunciamiento contundente de la institución católica en contra del accionar militar –solicitud que también era requerida por algún que otro obispo- no lograban resultados positivos.
Durante su permanencia en Luján, las Madres no notaron ninguna repercusión en particular. La travesía había sido larga, pero todo esfuerzo valía la pena: “Estábamos todas muy cansadas, teníamos sed, teníamos hambre. Incluso fue complicado volver, porque todos los micros o el tren estaban repletos. No nos quedamos a esperar a ver qué nos decía la gente, era un mundo de gente que se movía, que quería entrar al santuario o volverse a sus casas. Era un quilombo bárbaro”, sintetizó la actual presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo.
Sin embargo, la visibilidad que los pañuelos blancos tuvieron en Luján fue corroborada días después, cuando el padre y el marido de Hebe -dedicados al reparto de vinos en distintos puntos geográficos- recibieron en varias ciudades por donde había pasado la peregrinación comentarios referidos a la llamativa presencia de aquellas mujeres.
Después de la Peregrinación Juvenil, el distintivo comenzó a ser utilizado por las Madres para acompañar sus presencias en algunos actos en particular.
“La identificación fue creciendo y decidimos usarlo de manera permanente. Al principio cada pañuelo tenía el nombre de nuestros hijos, pero cuando decidimos socializar la maternidad, decidimos ponerle aparición con vida de los detenidos-desaparecidos. Incluso en algún momento gravamos las fotos de nuestros hijos en los pañuelos, pero eso duró poco tiempo porque decidimos que éramos las madres de todos los desaparecidos. Nació sin querer, simplemente como algo identificatorio entre nosotras, pero no como algo para siempre. Después fuimos viendo que se transformó en un símbolo mundial”, agregó Hebe.
Siempre presentes
En la relación de las Madres con Luján, Hebe recordó una segunda visita a la ciudad, todavía en tiempos de dictadura. Según su relato, ese día decidieron colgar pañuelos blancos en la Basílica, donde se realizaba una celebración religiosa con obispos de todo el país, una actitud que recibió un fuerte rechazo.
“Mientras yo le daba cartas a los obispos denunciando lo que pasaba, otras colgaban los pañuelos. Se armo un lío bárbaro, salimos disparando de la Iglesia y nos quedamos escondidas. Vimos que nos sacaron los pañuelos. Entonces una Madre, que era de la Acción Católica, llamada Balfrida Torti, fue a reclamarles. Lo único que conseguimos es que nos devolvieran los pañuelos, pero no nos dejaron colgarlos. Ese día nos corrió mucho la policía”, repasó Hebe.
El incidente figura en el libro Iglesia y Dictadura, de Emilio Mignone. Allí se expresa que “la actitud de los obispos creó situaciones difíciles para las familias de las víctimas, provocando dolores y resentimientos que será difícil superar”. Entre aquellos hechos caracterizados por la ausencia de cualquier tipo de solidaridad por parte de las autoridades católicas, Mignone apunta que “en una oportunidad, el P. Rafael Carli, lazarista, vicario de la Basílica de Luján, ordenó retirar los pañuelos de las madres dejados como ofrenda, porque no quería ‘hacer política’”.
En el libro se cita la carta que el presbítero Rubén Capitanio, de la diócesis de Neuquén, hizo pública ante la situación vivida por las Madres: “Invitaría al P. Carli a ser coherente al menos con esa postura asumida en contra de un grupo de mujeres cristianas: que haga retirar entonces de las vitrinas del Santuario tantos
emblemas, trajes y elementos militares, también un día presentados como ofrenda, porque son precisamente esas mismas fuerzas armadas las que han cometido y cometen aún el crimen más grande de la historia contra nuestro Pueblo”. (InfoGEI)