Julio Cortázar fue un escritor universal y, tal vez, el más popular de la literatura argentina. Hoy, a 40 años de su muerte, su obra, y sobre todo sus cuentos, son aún la puerta de entrada a la literatura para muchos jóvenes y fueron una guía para las generaciones que crecieron durante los años ’60 y ’70 en América latina.
Nació en 1914 en Ixelles, Bélgica, donde su padre era diplomático. Tras breves estadías en ese país y Suiza, luego desembarcó en la Argentina. Vivió su infancia en Banfield, y luego se mudó a Buenos Aires, al barrio porteño de Agronomía.
Sin embargo, mucho antes de “Rayuela”, entre 1937 y 1944, el escritor vivió en el interior bonaerense, donde se desempeñó como profesor en escuelas secundarias de Bolívar y Chivilcoy. Pese a no tener un buen recuerdo de su estadía allí (algo que aún se recuerda en esas ciudades), desarrolló una intensa actividad literaria y cultural, y produjo algunas obras en las que ya comenzaba a pulir su estilo inconfundible.
Egresado en 1935 del Colegio Mariano Acosta, donde se recibió de profesor normal en Letras, Cortázar debió abandonar sus estudios de Filosofía y Letras y buscarse un trabajo para mantener a su madre y su hermana, con quienes vivía. Entre agosto y diciembre de 1936 hizo una breve suplencia en una escuela primaria del interior bonaerense, aunque no hay datos precisos respecto de su localización.
Idas y vueltas con Bolívar
Pero en 1937, alentado por sus excompañeros del Mariano Acosta, decidió probar suerte en Bolívar, donde dio clases de Geografía y Lógica, materias completamente ajenas a sus intereses. “No me satisfacía ni mucho menos, pero me sirvió para ayudar a mi madre”, confesaba años después en una entrevista. “Los microbios, dentro de los tubos de ensayo, deben tener mayor número de inquietudes que los habitantes de Bolívar”, escribía.
Y a eso sumaba una mirada dura sobre su estadía en esa localidad. “La vida intelectual (en la ciudad) en esa época, espero y deseo que haya cambiado, era absolutamente comparable a cero, no existía, era mínima. Ese era un factor negativo porque me condenaba a una soledad obligatoria, pero tuvo su lado positivo porque absorbí una enorme cantidad de lectura, eso que se hace cuando uno tiene el día libre y absolutamente nada que hacer”, relataba el escritor.
Sin embargo, con el correr de los años, su visión se amansó y rescató aspectos positivos de su paso por aquellas ciudades. De hecho, algo de eso quedó reflejado en una carta que le escribió en 1963 a Adolfo Cancio, Jorge Andrés Bonati, a Portela, amigos de su paso por Bolívar.
“Pronto harán diez años que vivo en Francia, y aunque voy a Buenos Aires cada dos o tres años, la Argentina empieza a borrarse un poco, como la imagen de un muerto muy querido, y al mismo tiempo se afina, se perfecciona, y entonces sólo me van quedando las cosas hermosas que viví allá, primero de niño, después con ustedes en aquél Bolívar de anchas plazas y sobremesas inolvidables”, escribía.
“Me siento culpable de no haberles escrito nunca, pero juro que nunca olvidé a mis amigos de entonces, y que en este mismo momento no tengo que hacer ningún esfuerzo para imaginarme sentado en la mesa del hotel, con el buen Cesteros trayéndonos enormes raciones de lechón adobado, y todos nosotros tan jóvenes, tan alegres, tan despreocupados”, completaba, dejando la impresión de haberla pasado bien.
Estación Chivilcoy
Más tarde, en agosto de 1939 y a sus 25 años se trasladó a la Escuela Normal de Chivilcoy, en donde le asignaron 16 horas semanales, repartidas en las materias de Historia, Instrucción Cívica y Geografía. Cobraba 640 pesos moneda nacional, unos 150 dólares en ese entonces.
Allí pasó sus días, instalado en la tradicional pensión de la familia Varzilio, ubicada a medio camino entre la plaza principal y su escuela. En la pensión, aún hoy se recuerda en la ciudad, el escritor ocupó siempre la cabecera de la mesa rodeado del afecto de la dueña del lugar, “doña Micaela”, y de su hija Rosa.
Por esos años escribió y publicó algunos poemas y relatos, como el cuento: “Llama el teléfono, Delia”, que apareció en las páginas de un suplemento del periódico socialista “El Despertar de Chivilcoy” en octubre de 1941. Aunque el caso más interesante sin duda corresponde a “Casa tomada”, un cuento emblemático que habría sido escrito entre 1939 y 1944 durante su paso por esa localidad.
En julio de 1944, Cortázar dictó su última clase obsequiando bombones a sus alumnos, y partió rumbo a la provincia de Mendoza, ya que había sido designado profesor de literatura nórdica, en los claustros de la Universidad Nacional de Cuyo.
Cortázar fue recordado por sus alumnos como un gran docente, con quien por su cercanía en edad se permitieron un trato más cercano. Pero su paso por el interior no estuvo exento de polémicas: se enamoró de una estudiante, cuestionó ciertas políticas gubernamentales y se negó a besar el anillo del obispo de Mercedes, durante una visita a la escuela.
En una carta escrita luego de instalarse en Mendoza, dirá que ese incidente fue el detonante de su salida: “se me acusaba (“vox pópuli”) de los siguientes graves delitos: a) escaso fervor gubernamentalista, b) comunismo y c) ateísmo”.
Si bien en las cartas que mandaba a sus amigos porteños el creador de “Rayuela” dejaba en claro que detestaba la vida pueblerina, supo adaptarse y participar de forma activa en la vida social y cultural local. Y, sobre todo, leyó y escribió mucho. Los aires del interior se lo permitieron. (DIB)