La cocina aún permanece con utensilios arriba de la mesa y vajilla sobre la mesada. El living, que supo deslumbrar en otros tiempos, está minado por revoques y trozos de mampostería que tapizan los pisos esmaltados. Allí se puede ver una de las escaleras de la vivienda, cerca un televisor de tubo sobre una mesa con cajones y detrás colgado de la pared un reloj que quedó clavado a las 12.45. Entre muebles antiguos en esos ambientes arrumbados y con un olor penetrante a humedad, se aprecia lo que queda del consultorio con el sillón de odontología, elementos de su uso profesional y hasta un diploma de un curso realizado en 1963. También hay una biblioteca con un tocadiscos y una enciclopedia de varios tomos. La desolación sigue, en una entrada para autos, donde un DKW descansa a la intemperie. También hay un Ford Falcon verde con el baúl abierto.
Así está hoy la casa de calle 48 entre 11 y 12, en el centro de La Plata. Así está la casa del femicida Ricardo Barreda que el domingo 15 de noviembre de 1992 mató a escopetazos a su esposa, Gladys McDonald (57 años), a su suegra, Elena Arreche (86), y a sus dos hijas, Cecilia (26) y Adriana (24).
Sin embargo, a 29 años del sangriento crimen que sacudió al país, esa vivienda habitada por gatos y ratas dio un gran paso para ser en un futuro un lugar de atención para casos de violencia de género. El Gobierno bonaerense confirmó que transferirán a la Municipalidad de La Plata la casa, en una iniciativa inédita al menos en la Argentina. Nunca la propiedad de un asesino o femicida fue expropiada para un fin que será un aporte contra la violencia machista.
“La casa de Barreda se ha convertido en una especie de pizarrón de la sociedad. Algunos escriben ídolo, aguante Ricky y otros lo llaman asesino”, cuenta uno de los impulsores del proyecto, Darío Witt, fundador de Casa Abierta María Pueblo para Mujeres Niñas y Niños Víctimas de Violencia y embajador de Amnistía Internacional.
Domingo sangriento
El cuádruple crimen de Barreda arrancó a eso de las 11 de la mañana del domingo, cuando ingresó a su casa y tuvo una fuerte discusión con parte de su familia, a quien le dijo que iba a limpiar las telarañas del techo. Según relató el odontólogo en el juicio que se le hizo años después, su esposa le dijo: “Andá a limpiar que los trabajos de Conchita son los que mejor te quedan; es para lo que más servís”.
En ese momento fue al garaje y se topó con un arma. Volvió comandado “por una fuerza extraña” que se apoderó de él, de acuerdo a la historia que elucubró en el juicio, y le disparó a su esposa y su hija menor, Adriana. Fueron ejecutadas sin posibilidad de escape, debajo de un termotanque y de una pileta de lavar la ropa, cada una con un tiro de una escopeta Víctor de Sarasqueta calibre 16, arma que le había regalado su suegra para la práctica de la caza. Justamente fue ella, quien siguió en el derrotero del criminal. Tras matarla en un pasillo, se topó con su hija mayor, Cecilia, y dentista como su padre. La ejecutó a tres metros.
Luego se sentó en el sillón y se abrazó a su escopeta. Pensó unos minutos, desordenó la casa como para fingir que había sido un trágico asalto y se subió a su Ford Falcon verde. Antes juntó los cartuchos marca Extra y los arrojó en un desagüe.
Rumbo a Punta Lara, a pocos kilómetros de La Plata, tiró el arma en un canal que desemboca en el Balneario, a la altura de Boca Cerrada.
Con una frialdad típica de un homicida profesional, fue al cementerio a llevar flores a las tumbas de sus padres, pasó por el zoológico, visitó la casa de María Mercedes Gustavino, la vidente de la que era amigo y ya a eso de las 16.30 se encontró con Hilda Bono, su amante desde principio de 1992, con la que terminó en un hotel alojamiento.
Ya era de noche en la capital provincial cuando Barreda, tras comer una pizza con Bono, volvió a su casa. Fue allí que llamó a la Policía para denunciar lo sucedido. El subcomisario Ángel Petti, desde un principio sospechó de lo que estaba viendo. No sólo la escena del crimen le llamó la atención, sino el desapego por su familia masacrada. “Ahí están los cuerpos”, dijo el odontólogo, y se puso a fumar y acariciar a su perro. Horas después, ya en la comisaría y en una charla informal, le confesó a Petti que él las había asesinado.
Condena y final
El odontólogo fue condenado a prisión perpetua en 1995, en tiempos donde aún no existía la figura de femicidio. En el proceso buscó justificar su ataque a los supuestos maltratos y humillaciones que recibía de su familia. “Lo siento por mi hija más chica, que fue a la que menos le di y de quien más recibí”, declaró en aquel entonces. Pero el arrepentimiento no llegó, como sí la condena que lo llevó a la Unidad Penal 9 de La Plata. En mayo de 2008 fue beneficiado con un arresto domiciliario y se fue vivir al barrio porteño de Belgrano con su nueva pareja, la docente Berta “Pochi” André, quien murió en julio de 2015.
Si bien tuvo un regreso de meses a la cárcel por problemas con ella, a fines de 2015 obtuvo la libertad condicional. Y en mayo de 2016 se declaró “extinguida la pena” y se hicieron “cesar las accesorias legales impuestas”.
A partir de ese momento vivió en un departamento que le prestó un amigo en Tigre, con una demencia senil deambuló por distintos hospitales y terminó sus días en el geriátrico de José C. Paz, donde murió en mayo de 2020. “Me arrepiento de todos los crímenes”, dijo en esos últimos años. Difícil de creer.
Cuentan que la casa, esa de calle 48 que será un lugar de atención de la violencia de género, siempre fue un objetivo de Barreda. La quiso recuperar desde que quedó en libertad. No pudo, como tampoco pudo que sus cenizas fueran desparramaran en la cancha de Estudiantes de La Plata, de quien era hincha. Terminó en el cementerio de José C. Paz con una placa sobre una cruz de madera con la leyenda: “Arrepentido de mis pecados cometidos”. (DIB)