(Por Fernando Delaiti, de la Agencia DIB) Cuando los efectivos entraron a la habitación de Guillermo, en un elegante chalet en San Isidro donde vivía con su familia, hallaron las pruebas que confirmaban la principal hipótesis que seguía la investigación. Recortes de los diarios en los que se informaba de los asaltos que había cometido y otros sobre “su ídolo” Carlos Robledo Puch, el “ángel de la muerte” que, entre 1971 y 1972, asesinó a once personas y cometió al menos 17 robos. Habían pasado unos veinte días de una jornada trágica que dejó, tras un feroz raid delictivo, tres crímenes. Todo con el sello de Guillermo Antonio Álvarez, alias “El Concheto”, el jefe de la banda de “los nenes bien”.
Todo había empezado el 27 de julio de 1996, cuando Álvarez, un joven de 18 años que era también conocido como “Patovica”, salió con un cómplice a buscar un auto de alta gama para cometer sus delitos. Con el objetivo de hacerse pasar como cliente en restoranes lujosos para poder cometer sus atracos, se topó con un Mercedes Benz estacionado fuera de una casa en la localidad de Martínez. Y aunque el dueño no se resistió, “El Concheto” le disparó a sangre fría y huyó con el auto.
La víctima era Bernardo Loitegui (h), un empresario de 42 años, con cuatro hijos. Su padre, de igual nombre, había sido el presidente de Obras Sanitarias en 1960, secretario de Obras Públicas entre 1967 y 1969 durante el Gobierno de facto de Alejandro Agustín Lanusse y titular de Ferrocarriles Argentinos en 1982. La hija de la víctima, de 12 años, marcó un mes después en una rueda de reconocimiento a Álvarez como el que efectuó los disparos contra su padre. También por una foto a uno de sus cómplices, Oscar “El Osito” Reinoso, que ya para esta altura estaba muerto.
A esto se sumó el testimonio del propio Álvarez, que al tomar un remís, algo que hacía con frecuencia, abrió un diario y mientras le mostraba al conductor la nota que informaba sobre ese crimen le dijo: “Yo maté a este tipo. El gil se quiso retobar y le pegué dos tiros en el pecho”.
El estallido
Sin embargo, el hecho que copó las primeras planas y que desató toda serie de especulaciones en la opinión pública fue el asalto, horas después del crimen de Loitegui, en el pub Company, en el barrio porteño de Belgrano. Hasta allí llegó “El Concheto”, para mezclarse entre los clientes. Desde la barra relojeaba todo para ver cuándo le hacía una seña a sus cómplices que lo esperaban afuera: Reinoso, César Mendoza y Walter Ramón “Oaky” Ponce. Todos “soldados” que Álvarez reclutaba en dos villas de la zona.
Tras unos minutos, el gesto del jefe de la banda hizo que irrumpieran en el lugar, armados, a los gritos y exigiendo a los presentes que entreguen los objetos de valor. Desde una mesa, el subinspector de la Policía Federal, Fernando Aguirre, quien estaba de franco y vestido de civil, se identificó y dio la voz de alto. Instantáneamente “El Osito” Reinoso abrió fuego y el efectivo respondió. Ambos terminaron en el piso con heridas de bala. Y fue allí que “El Concheto” se acercó a Aguirre y lo remató. También por esa balacera falleció María Andrea Carballido, una estudiante que festejaba un cumpleaños, mientras que una amiga de ella recibió una herida en la columna vertebral.
Después de cometer la masacre Álvarez y sus cómplices cargaron a Reinoso en el auto y huyeron. Malherido, lo dejaron en la puerta del sanatorio San Lucas, de San Isidro. Pero no resistió y murió. Tras abandonar el vehículo, “El Concheto”, tomó un remís y fue hasta la casa de “El Osito”, ubicada en la Villa Uruguay, para dejarle parte del botín a la familia de la víctima.
“A mí no me digas nada. Yo intenté salvarlo. Al cana que mató a tu hermano lo cociné a tiros”, le dijo Álvarez a la hermana de Reinoso. Esa frase la confirmó tiempo después el remisero, testigo de la escena, ante el tribunal que lo juzgó. Un dato que nunca se pudo dilucidar es dónde terminó la Bersa 9 mm que se utilizó en el pub y para ejecutar al empresario: los investigadores creen que quedó bajo tierra, dentro del ataúd de Reinoso.
Varias condenas
Los testimonios, el reconocimiento de testigos y lo que encontraron en su habitación del lujoso chalet en el que vivía con su familia llevaron a Álvarez, ya con 20 años, a enfrentar un primer juicio por el crimen de Loitegui. En septiembre de 1998 la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de San Isidro, lo condenó a 25 años de prisión por considerarlo penalmente responsable del homicidio del empresario. Solo la novia que estaba presente en la sala deslizó alguna lágrima; él ni se inmutó.
Un año más tarde, recibió otra condena a reclusión perpetua por tiempo indeterminado por los crímenes cometidos en el bar porteño. Los investigadores hablaban por entonces de otros robos e incluso se lo vinculó, aunque no se comprobó, con otros homicidios. Siempre, los peritos que participaron en los procesos lo describieron como una persona a la que robar le daba placer, combustible para vivir. Era “un narcisista, un psicópata perverso”, decían, y de ahí su admiración por Robledo Puch, quien vivió también en San Isidro.
Finalmente, en 2000 recibió una nueva condena de 18 años de prisión por el asesinato con una faca de Elbio Aranda, un compañero de pabellón al que mató en la vieja cárcel de Caseros en 1997, cuando tenía apenas 18 años. Esas tres condenas no impidieron que en 2015 recuperara la libertad. La Cámara de Casación porteña le redujo la pena, algo que luego la Corte Suprema dejó sin efecto.
Sin embargo, durante esa breve libertad de 96 días robó una mochila con 67.000 pesos a un hombre a la salida de una financiera en el centro porteño. Desde entonces está alojado en el penal de Villa Devoto, donde el año pasado volvió ser noticia. Es que Álvarez fue uno de los “negociadores” con el Gobierno para fijar una tregua en el motín de esa cárcel. Hoy a 25 años de esa jornada delictiva, “El Concheto” pasó gran parte de su vida tras las rejas. Él cree que está en condiciones de salir, aunque parte de la Justicia se lo impide. Y la memoria de las víctimas lo agradece.