(Por Marcelo Metayer, de la Agencia DIB) A unos 20 kilómetros de la ciudad de Bragado hay un pequeño pueblo prácticamente desierto, Juan F. Salaberry. El lugar tiene una estación de tren llamada Máximo Fernández. Ambos nombres tienen mucho que ver con una estancia abandonada cercana, un sitio que ha ganado con los años su status de leyenda que incluye misterios, catástrofes y hasta su fantasma. Primero se llamó La Matilde y después Montelén, como se la conoce hasta el día de hoy. Vivió días de gloria y de tristeza, para ahora ofrecerse para producciones fotográficas y publicitarias, aunque también es destino habitual de turistas que buscan sobresaltos.
Susana Gioacchini, especialista en pueblos de Buenos Aires y responsable de la página de Facebook “TruenoTour”, relata a DIB una historia que una vez le contaran a ella cuando anduvo por esos parajes: “A principios de este año estuve en San Emilio, un pueblo de la localidad de Los Toldos. Allí conocí la panadería y charlé un montón con el panadero, que resultó que había sido el encargado del tambo de Máximo Fernández. Me contó que una madrugada, mientras estaba trabajando, escuchó gritos de lo que supuso era su hija. Salió corriendo hacia su casa, donde encontró a la nena durmiendo plácidamente. Ahí me dijo que se dio cuenta de que había oído el grito de un fantasma”. Historias como ésta se cuentan de a montones y los escasos lugareños aseguran que no hay que rondar la capilla en ruinas de la estancia después de la caída del sol.
El asunto levantó mucha polvareda en 2011, cuando una fotógrafa aficionada tomó imágenes en la capilla. Al abrirlas en su computadora descubrió que en una ventana aparecía el presunto rostro de una niña. La cuestión es que hoy en día no hay investigador parapsicológico de fuste, o mero curioso, que no quiera darse una vuelta por la estancia de los fantasmas.
Buena vida y crisis
Para entender la misteriosa historia de Montelén hay que remontarse siglo y medio hacia el pasado. En la década del 70 del siglo XIX “un joven empleado del Juzgado de Paz de Cañuelas contrae matrimonio con la hija de un acaudalado estanciero, quien les regala, como presente de boda, una pequeña chacra”, según cuenta el historiador Fernando Soto Roland. Este joven, llamado Máximo Fernández, compró en 1872 seis leguas cuadradas para agrandar su propiedad. La bautizó con el nombre de su esposa, Matilde Sevey: “La Matilde”.
Más tarde adquirió unas leguas cuadradas más y la estancia llegó a tener 25 mil hectáreas. Había árboles frutales, terrenos arados, miles de cabezas de ganado vacuno, caballos y potreros. Los negocios le fueron muy bien a Fernández. Tanto, que diez años después arrendó el campo y se fue con toda su familia a vivir a Europa. Anduvieron por Barcelona, París, Bruselas y Berna hasta 1889, cuando volvieron con vacas suizas y muchas ideas. Entonces pusieron una fábrica de quesos y una cremería. Cuatro años después, Máximo Fernández donó parte de las tierras para construir la estación del Ferrocarril del Oeste que lleva su nombre. Luego hizo construir una mansión en la estancia.
Pero la crisis de 1890 hizo estragos en el establecimiento. Máximo vendió todo en 1904 y fue a dar con sus huesos a Barcelona, donde fallecería en 1916.
Jardines y leones
El comprador había sido Juan Francisco Salaberry, y acá empieza la segunda parte del relato. La señora de Salaberry, curiosamente, también se llamaba Matilde. Así que la estancia continuó con su nombre original.
Diego Zigiotto cuenta en “Buenos Aires Misteriosa” que “el casco principal fue embellecido, se agregaron habitaciones y también se modificó el entorno. Para diseñar sus jardines se contrató al renombrado paisajista francés Carlos Thays. Entre las obras, se destacaron un lago artificial y un lugar destinado a albergar a animales exóticos”. Parece que a Salaberry no le temblaba la mano al gastar, y compró para su estancia un oso polar, una pareja de leones y otras fieras. Para que el pobre animal del Ártico pudiera vivir cómodamente había una fábrica de hielo funcionando las 24 horas.
Se cuenta que las rejas que separaban a los animales de las personas eran las de la quinta de la familia Lezica, ahora Parque Rivadavia, en el barrio porteño de Caballito. En 1914 se inauguró dentro del predio de la estancia la capilla, construida en estilo neogótico y puesta bajo la advocación del Sagrado Corazón de Jesús, además de una escuela.
Hacia 1928 la estancia contaba con 250 trabajadores. En ese momento, Salaberry decidió lotear algunas hectáreas para dar origen al pueblo, inmortalizando su nombre. Se instalaron algunos comercios y la población, en pocos años, llegó a casi 1.300 personas.
Los negocios en La Matilde continuaron viento en popa hasta entrada la década del 30. En 1942, ya en franca decadencia, pasó a manos de otro nuevo rico, que la levantó y le volvió a dar un momento de esplendor. Nada menos que Francisco Martín Suárez Zabala, el inventor del Geniol.
Nuevo nombre, lujos y tornado
Lo primero que hizo Suárez Zabala fue cambiarle el nombre: de La Matilde pasó a Montelén, contracción de los vocablos “monte” y “leña”. Luego instaló uno de los viveros más importantes del país, levantó colmenas y comenzó a exportar miel a Alemania, importó vacas de Canadá para mejorar la raza Holando Argentino y, sobre todo, continuó con la importante producción láctea.
Pero fueron pasando los años y las actividades en la estancia y el pueblo comenzaron a declinar. El 5 de enero de 1974 un tornado se abatió sobre Salaberry y fue la estocada final. Causó graves destrozos en la capilla, la escuela y varias casas. El paraje no pudo recuperarse y los pocos pobladores que quedaban decidieron emigrar.
La iglesia perdió el techo y parte de sus paredes, los vitraux quedaron hechos añicos y se arruinaron los bancos y las imágenes religiosas. Al poco tiempo, ante la falta de dinero para emprender las obras de reconstrucción, fue quedando abandonada, casi como el resto del pueblo.
De aquellos 1.300 habitantes que tenía Salaberry en la década del 30 hoy quedan menos de una decena. Y la estancia Montelén, que todavía sigue en manos de descendientes de Suárez Zabala, pasó a ser un lugar donde ocurren cosas extrañas.
El horror y las ruinas
Al principio de la nota se menciona la palabra tragedia. Pues bien, en La Matilde, hacia 1910, sucedió un hecho espantoso. Se cuenta que el encargado de cuidar la pareja de leones tenía una hija, o una nieta, que siempre lo acompañaba a su trabajo. Un día el hombre se distrajo, la niña asomó su cabecita por entre las rejas y la leona de un solo zarpazo la decapitó. Tras inhumar el cuerpo en inmediaciones de la capilla, los Salaberry sacrificaron a la leona y enviaron a los demás animales al Zoológico de Buenos Aires. Sólo quedaron las aves raras. Y, también, se quedó el espectro que afirman que ronda el paraje, el alma en pena de la hija del cuidador.
Más allá de lo sobrenatural, la capilla en ruinas y los alrededores constituyen una vista impactante. No en vano los dueños aprovechan esa imaginería para ceder el lugar para eventos fotográficos. El impacto visual y emocional de las ruinas siempre tienen su público. Y cuando detrás hay una leyenda propia de una película de horror, mucho más. (DIB)