En el discurso inaugural de las sesiones de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires, el 1° de mayo de 1910, el flamante gobernador José Inocencio Arias anunció la interrupción de las obras del Canal de Navegación del Norte de la Provincia de Buenos Aires.
El Canal del Norte, como se le llamó, había sido proyectado para unir las lagunas Mar Chiquita y Gómez, en el noroeste provincial, con el río Paraná y dar, de ese modo, un medio de transporte alternativo a los ferrocarriles, para transportar la creciente producción agrícola y ganadera que generaba esa zona.
Este anuncio del nuevo gobernador de Buenos Aires fue un anticipo de lo que durante las décadas siguientes sería una constante en la vida de las instituciones argentinas: la falta de una política permanente, que permita integrar todas las potencialidades del país en beneficio del conjunto.
Las empresas ferroviarias fueron un actor preponderante para malograr el proyecto. Con el paso de los años, y la decadente eficiencia de los ferrocarriles, enormes flotas de camiones atestaron las rutas para suplir a los trenes, a razón de cincuenta camiones por cada tren para la misma carga, con el consecuente incremento de costos y pérdida de rentabilidad.
El contexto de estas decisiones fue el del nacimiento de la Ciudad de La Plata y los primeros pasos para darle forma definitiva al Estado. En esa ciudad se instaló una nueva administración provincial, dispuesta a dar cauce a toda la potencia productiva de la provincia, y dotarla de las herramientas que el mundo moderno ofrecía. De este modo, Buenos Aires, la provincia, impulsó la creación de un puerto propio para la ciudad de La Plata; un sistema propio de telégrafos y de ferrocarriles.
Conscientes de las enormes distancias desde los extremos hasta los puertos, los dirigentes políticos y sus cuadros técnicos pusieron sobre la mesa todas las opciones posibles para lograr una logística que permitiera sostener, en el nuevo siglo, el ritmo de crecimiento que había experimentado Buenos Aires desde finales del siglo XIX.
La obra del Canal del Norte se inició a partir de la iniciativa del ingeniero Ángel Etcheverry, que fue nombrado titular de ese ministerio por el gobernador Marcelino Ugarte y se mantuvo en el cargo con el sucesor de éste, Ignacio Irigoyen.
Ángel Etcheverry era un ingeniero especializado en hidráulica y estaba en la dirección del puerto de La Plata cuando fue convocado como ministro de Ugarte, quien, en la misma ceremonia de asunción al cargo anticipó el envío de la ley para la creación de un sistema de canales que permitieran comunicar de manera eficiente las zonas de producción con los puntos de salida hacia Gran Bretaña, por entonces el principal consumidor de los productos de la pampa húmeda.
Junto al Canal del Norte se proyectó otro que se extendería desde Olavarría y Tapalqué hasta el puerto de La Plata, así como un canal secundario al Canal del Norte que permitiría conectar a Pergamino con el canal en la localidad de Salto.
Desde el momento mismo del anuncio, el proyecto se enfrentó a las más variadas dificultades.
En primer lugar, el proceso de licitación y adjudicación. Se extendió hasta 1905, cuando el ingeniero Martínez fue seleccionado para hacerse cargo de la obra. Con los recursos asignados y el anticipo efectuado, el adjudicatario renunció a realizar la obra, por lo que el proyecto pasó a manos del ingeniero Candiani, el cual cedió la ejecución a Luis De Filippi, proveedor de materiales que tenía su corralón en la calle Rojas, en el barrio de Caballito de la ciudad de Buenos Aires. Aunque De Filippi no era ingeniero ni experto en hidráulica, la provincia decidió mantener la contratación y cumplió con los pagos para la obra que, nobleza obliga, avanzó de manera sostenida en los años siguientes.
En segundo término, un hostigamiento permanente por parte del ingeniero Luis Augusto Huergo. Huergo fue el primer ingeniero graduado en Argentina; decano de la Facultad de Ciencias Físicas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires, primer presidente de la Sociedad Científica Argentina. Dueño de una vasta experiencia en construcción de puertos y canalizaciones en el país, Huergo argumentó que el agua de las lagunas del noroeste bonaerense no sería suficiente para sostener el caudal requerido.
Santiago Roth, un geólogo que trabajó al servicio de Florentino Ameghino para el Museo en las tareas de exploración paleontológica en la pampa húmeda y viajó hasta el sur chileno para descubrir, documentar y comentar la cueva del milodón, y que había sido contratado por el Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico para relevar las fuentes de agua para abastecer a las locomotoras a vapor, dio un categórico argumento en contra de la opinión de Huergo.
Dijo que existía la posibilidad de proveerlo con el agua del río Cuarto que, demostró, circulaba subterráneamente y de modo permanente. “Todos los ríos y arroyos de la provincia de Buenos Aires que están alimentados por agua surgente de la misma naturaleza, como el arroyo del Medio, los ríos Arrecifes, Areco, Luján, etc., son de agua permanente y nunca se ha secado ninguno de estos, ni en los tiempos más secos”, explicó.
Después de cinco años de trabajos, interrumpidos en algún momento por las cíclicas crecientes de los ríos Salto y Arrecifes, para el año 1909 se había abierto a pico y pala un canal artificial de cien kilómetros que salía de Junín y llegaba hasta el río Salto, luego de pasar por Chacabuco y salvar 40 metros de cota con diecisiete esclusas; se habían levantado dieciséis de los dieciocho puertos proyectados, con sus almacenes y dependencias, incluyendo el puerto sobre la Boca de Abajo del Riacho Baradero, en el río Paraná, con capacidad para recibir los barcos de gran calado.
La comisión a la que se le encargó la auditoría de las obras, encabezada por el ingeniero Enrique De Madrid, dictaminó en noviembre de 1909 que “la factibilidad de la navegabilidad será asegurada fácilmente dentro del plan general de ejecución establecido” y que “la realización de las obras, introduciendo un medio de transporte nuevo en el país, contribuirá eficazmente a la regularización de las tarifas ferroviarias y, por lo tanto, al desarrollo de la riqueza pública”.2
En efecto, los costos para el Canal del Norte fueron estimados en algo menos de $30.000 moneda nacional/km, cuando el costo promedio para el transporte por ferrocarril era cercano a los $100.000 moneda nacional/km.3
Ese año fue el cambio de gobierno en la provincia de Buenos Aires. Marcelino Ugarte, quien había enviado el proyecto a la legislatura provincia en 1902, se postulaba para volver al cargo y fortalecer desde allí sus pretensiones presidenciales. Tal vez al tanto de sus ambiciones nacionales, o por bloquear los proyectos económicos del grupo que lo acompañaba, lo cierto fue que Ugarte no logró ser elegido gobernador por segunda vez y, por supuesto, no llegó nunca a ser presidente.
Ese año 1910 terminó la carrera de Etcheverry en Obras Públicas y el Canal de Navegación del Norte de la Provincia de Buenos Aires pasó a ser un recuerdo cada vez más borroso.
En 2008 un amigo me comentó que Junín tuvo, hace mucho, un puerto. Entonces hice un esfuerzo para que él no percibiera mi sonrisa de descreimiento. Cuando, después de consultar algunos pocos documentos disponibles y llegar a la Memoria del Proyecto en el Tesoro de la Biblioteca Nacional, pregunté a vecinos de la zona, sólo la gente de Salto y Arrecifes tenía una memoria, parcial y muchas veces distorsionada, de ese ambicioso proyecto que hubiera sido, tal vez, un aporte a la reducción de los costos de flete de los productos, y que hoy están en el centro de la discusión de política económica: cómo reducir los costos de transporte y volver más competitiva nuestra producción.
Escribí una novela que usa el Canal del Norte como escenario y trama, que presenté al cumplirse el primer centenario de la clausura del proyecto4. Para muchos lectores el proyecto y las acciones no pasaban de ser un curioso recurso ficcional, de difícil e improbable veracidad.
Francia, Gran Bretaña, Alemania, Rusia, entre otros, han construido antes y después, canales de navegación con el propósito de transportar, de manera eficiente y con bajo costo, las mercaderías desde y hacia los puertos de ultramar. Todavía hoy, bien entrado el siglo XXI, estos canales son aprovechados para trasladar mercancías y, si no, para transportar a curiosos turistas por el mediodía francés o la verde planicie irlandesa. Pero ninguno de esos países eligió suprimirlos porque se inventó la locomotora a vapor y el ferrocarril, como no abandonaron el ferrocarril cuando se inventó el motor a combustión y se perfeccionaron los camiones.
La ausencia de continuidad en el tiempo, sumada a improvisación e impericia en el momento de la ejecución, parecen ser una constante en las políticas públicas de Argentina, que llevan al país a avances y retrocesos, abandono de proyectos ya iniciados y enorme derroche de dinero y energía.(INFOCIELO)