(CLARIN) Cuando se cumplieron 10 años de la desaparición, Franco Ricabarra agarró su celular y, entre sus archivos, buscó fotos. Eligió varias, viejas pero digitalizadas. Una de cuando tenía un año y su mamá lo sostenía a upa mientras lo alentaba a soplar las velitas; otra de cuando era un poco más grande, apenas, y jugaba con ella a ser un granadero de Plaza de Mayo; y una tercera de un verano de hace mucho tiempo, donde se los ve a los dos: mismos pómulos altos, mismos ojos achinados.
Debajo de esas fotos escribió un mensaje y lo publicó en Instagram el último 14 de noviembre.
Ese día, Juan Manuel Pomar, su esposa Analía y su hija Cecilia compraron tres ramos de flores y los pusieron delante de una placa, en el sector de nichos, de un cementerio que se parece a un barrio privado pero que, al mismo tiempo, y en especial por el olor -mezcla de químico y podredumbre- no puede evitar disimular lo que es: un lugar para la muerte.
María Cristina Robert no fue al cementerio, nunca lo hace. En cambio, agarró el auto y salió para la ruta. Pasando la ciudad de Salto y poco antes de llegar a Gahan, se acercó a la banquina, frenó y bajó. Caminó sobre el pasto hasta una capillita blanca.
En una lata y en una botella cortada puso rosas de un fucsia intenso. Las ubicó debajo de la ermita. Después se agachó y pegó una placa, la número 10: «Mis adoradas Gabriela, Candelaria y Pilar, las extraño. No están físicamente pero en mi corazón, siempre a mi lado. Las ama, mamá y abu».
María Cristina es la madre de Gabriela Viagrán y abuela de María del Pilar y Candelaria. Juan Manuel Pomar y Analía son los padres de Fernando Pomar, el que le daría apellido a uno de los casos más emblemáticos del país. Cecilia, la hermana. Y Franco, el hijo mayor de Gabriela. Ellos son los sobrevivientes. Los que padecieron 24 días de búsqueda que terminaron el 8 de diciembre 2009, con el hallazgo de la familia al costado de la ruta.
Franco: «En 24 días no hicieron nada»
Franco está erguido y con los brazos muy firmes, pegados al cuerpo. Mira pícaro a la cámara y hace fuerza para mantener la seriedad, aunque no le sale. Al lado está su mamá, que repite el gesto. Ella apunta la cara para la foto, pero en realidad mira a su hijo con ternura. De fondo se ve a un grupo de granaderos en Plaza de Mayo. Los imitan. Franco tiene muchos años menos que ahora, ahí es chiquito y replica un recuerdo feliz.
“Hoy hace diez años que te fuiste, no me alcanzan las palabras para decir lo que te extraño. Te amo muchísimo”, posteó Franco Ricabarra, el primer hijo de Gabriela Viagrán (35), el 14 de noviembre de 2019, cuando el calendario marcaba una década desde la desaparición de su familia.
La última imagen que tiene de su mamá es despidiéndola desde la puerta de la casa de un amigo. Ella, sentada del lado del acompañante, del auto familiar. Sus hermanitas, atrás. Era sábado y el lunes rendía un examen en el colegio. Tenía 13 años y se quedó estudiando en la casa de su amigo en José Mármol. Gabriela y su marido, Fernando Pomar, partieron rumbo a Pergamino junto a sus hijas, Candelaria y Pilar.
A Franco quedarse le salvó la vida.
La familia murió en un accidente de tránsito en la Ruta 31, a la altura de la “Curva de Plazibat”, en un camino roto, oscuro y sin señalizar.
Tardaron 24 días en encontrarlos en uno de los operativos más escandalosos de los últimos años. Mientras tanto, Franco no sabía nada de su mamá, tampoco de sus hermanas.
“Esta fecha es muy difícil, me trae mucha tristeza y muy malos recuerdos. Fueron muchos días de angustia, de ansiedad, de no saber qué pasaba. No puedo describir este tiempo. Se me hace muy difícil que sigan pasando los años y saber que no las voy a volver a ver”, dice sobre este aniversario.
“Esa ruta, como tantas otras en la Provincia, era un desastre, estaba llena de pozos. En el mismo lugar, habían ocurrido muchísimos accidentes, lo dijeron todos los vecinos. Era casi intransitable. La arreglaron después del accidente por todo lo que se armó, es lamentable», se indigna y por primera vez se percibe su enojo. «La búsqueda fue espantosa, pero de esa manera funciona el Estado. Ni la Fiscalía ni los policías tenían preparación para casos como éste, ni para hacer lo que se debía. Por eso se demoró tanto”.
El tiempo que tardaron en encontrar a su familia, Franco lo pasó aislado y contenido por su familia paterna en Pergamino. Intentaron que no viera los canales de televisión ni escuchara las hipótesis fantasiosas.
“A medida que pasaban los días iba entendiendo menos. Se decían tantas cosas, no sabía qué pensar. Hoy no puedo creerlo, es una vergüenza que haya habido tanta inoperancia y tantas mentiras”
De adolescente, en su casa, frente a la computadora, Franco entraba a Google. Si escribía el nombre de su mamá aparecían 38 mil entradas. Pero si usaba el rótulo que popularizó la noticia, “Caso Pomar”, el número se acercaba a los 5 millones. Hoy leer mucho lo enoja, entonces -dice- ya no busca.
“Más allá de lo patético de la investigación judicial y de la falta de preparación de los policías, la información de los medios fue cualquier cosa. Elaboraron hipótesis y supuestos porque la dirección de la investigación no estaba clara. Entonces reproducían lo que se decía sin ningún tipo de chequeo”, se indigna mirando a la distancia.
Y agrega: “En 24 días no hicieron nada. Hacían creer que estaban haciendo, pero en realidad no. Decían que había miles de efectivos rastrillando ¿Me van a decir que no iban a ver un auto al costado de la ruta? La investigación fue absolutamente inoperante, sin clara dirección, nadie sabía bien qué hacer. Fue todo improvisado sobre la marcha”.
María Cristina y sus «mil» fotos
La primera foto está enganchada en la puerta de calle. A un metro, está la segunda. Después del zaguán, hay otra pegada en el placard. Una más, sobre una repisa y otra, en un portarretratos, en una biblioteca.
La misma foto está detrás del televisor, sostenida por un cuadrado de cinta scotch. Hay otra sobre la estufa. En las puertas que llevan a la cocina, a las habitaciones y al patio, la foto se repite. En cualquier rincón, a donde el ojo mire, la foto está. También, en el baño.
– María Cristina, ¿cuántas copias hizo?
María Cristina Robert se queda callada y piensa. Está parada en el comedor de su casa, una vivienda que no crece en altura pero sí hacia el fondo, y que está a una cuadra de los Tribunales de Pergamino.
Parece la misma -pelo corto bordó, nariz chica, voz suave- que hace diez años decía en televisión: “Mi hija en cualquier momento va a aparecer. Ella me da fuerza. Sinceramente, cada día que pasa es una tortura”. Entre el 14 de noviembre y el 8 de diciembre fueron 24 días.
¿Cuántas copias de la misma foto serán? ¿Más de 20?
-Máaaaaass -responde María Cristina, estirando la A.
La foto que se replica en los rincones tiene a Gabriela abrazando a sus dos hijas. Las aprieta contra su cuerpo en un gesto de amor. Candelaria sonríe. Gabriela hace lo mismo. Es una versión adulta de su hija mayor: el pelo castaño oscuro, largo y lacio; los ojos rasgados; la nariz que termina ancha; la cara redonda. Pilar, la menor, está atenta. Observa a su abuela que está detrás de la cámara y es la fotógrafa.
“La saqué yo, en José Mármol, cuatro días antes del accidente. Tengo la foto conmigo en todos lados: acá, en mi motito y hasta en el auto. No duele menos, pero siento que así me acompañan”, dice María Cristina. En el pecho también lleva una reproducción chica de esa misma imagen que volvió prendedor: “Fue la foto, fue la última vez…”.
El 13 de noviembre de 2009, Gabriela llamó a María Cristina por teléfono desde su casa de José Mármol, en Almirante Brown, para avisarle que al otro día viajarían a Pergamino.
‘No sé, mamá. Nos vimos hace unos días. Fernando quiere ir pero yo no tengo ganas’, me dijo Gabi. Pero yo qué le podía decir. Solo le contesté: ‘Hacé a tu voluntad'».
Horas después de esa charla telefónica, en un Fiat Duna Weekend rojo, de esos rurales, largos, que usan las familias numerosas, partieron desde el sur del Conurbano hacia el límite de la Provincia. En el medio, hicieron una parada en la casa de unos amigos para dejar a Franco.
María Cristina supo recién el domingo que habían salido y no habían llegado. Los padres de Fernando, también vecinos de Pergamino, ya habían hecho la denuncia para que la Policía los buscara. Y ella ya no dejó la casa. Quedó pegada al teléfono o corriendo a atender el timbre de la calle. Sentía que no podía moverse porque de un momento a otro su hija llamaría o aparecería. Así estuvo durante casi un mes, tachando cada medianoche el final de cada día.
“Este es mi altar”, dice María Cristina. “Puse la cartera de mi hija, los juguetitos que traían las nenas en el viaje. Me devolvieron las cosas y yo fui poniendo. Eso -señala el cuero de la cartera- estaba lleno de barro, tiene adentro el monedero de Gabi”. Atrás se ven fotos de su hija y de sus nietas: está la que se repite por toda la casa y otras, como las que retratan los primeros años de Candelaria y Pilar. También, hay flores -reales y de tela- y una lámpara con forma de vela. Está siempre prendida.
En estos últimos 10 años, el altar y el mundo interior de María Cristina crecieron. La casa y el mueble acumularon objetos. “Salgo por obligaciones o asuntos muy, muy, importantes. A veces me alimento con cualquier cosa con tal de no hacer mandados. Y, cuando los hago, compro bastante para no tener que volver a cruzar la puerta”, dice y corre unas bolsas que están apiladas sobre un sillón para sentarse. Son grandes y guardan estudios médicos.
“Tengo cáncer. Hace un año y pico se declaró. Después de tanto sufrimiento, algo tenía que saltar”.
Su tratamiento oncológico y las fechas que tienen que ver con la muerte de su hija, su yerno y sus nietas son los momentos que activan su movimiento. El último 14 de noviembre, como en cada aniversario de la tragedia, salió.
En el lugar donde el Fiat Duna rojo se despistó, donde ahora hay cuatro cruces y la gente deja patentes o gomas de camiones, había un señor, una señora y dos periodistas de Salto. María Cristina les dijo: “Observen lo que es esto. Ahora miren a los costados y al frente. El único monte que había de Salto a Gahan era éste, y acá no buscaron. En el único lugar en el que tenían que buscar, no lo hicieron. Lo que hicieron fue pasear”.
En su voz hay emoción, pero por encima hay bronca. Impotencia. En el comedor, sentada en el sillón, con el altar a sus espaldas, dice que cuando llueve no puede ir a la capillita que armó al costado de la ruta. Cuenta que una vez, después de que había llovido mucho, fue. “Me hizo tan mal. Me tiré en ese barro y pensé: ‘Mi hija estuvo tirada acá’”. “Barro, barro, barro -se refriega el cuerpo como si se lo untara-, ¿Cómo puede ser? Me hace tanto daño pensar que mi hija estuvo en ese barrial durante 24 días”. Llora.
Las hipótesis más disparatadas
Entre la desaparición y el hallazgo de los cuerpos se dijeron muchas cosas. Se dijo que tenían problemas económicos y escapaban por las deudas. Se dijo que Fernando Pomar mató a su esposa y a sus hijas, y después se suicidó. Se dijo que los habían secuestrado. Que él estaba en el negocio de la efedrina. Se dijo que los vieron en Chile, en Río Negro, en Ameghino, en Mendoza y en el patio de comidas de un shopping. Hablaron psicólogos, vecinos, periodistas y hasta videntes. Fueron todavía más los que opinaron cuando apareció la foto de Pomar en el peaje de Villa Espil. Se dijo que en el Duna rojo estaba solo, sin su familia, o que era obvio que pedía ayuda. “¿Quién pone esa cara frente a una cámara de peaje?”, repetían.
“La abducción de la familia Pomar es posible”, dijo Fabio Zerpa en el living de Animales Sueltos, cuando el programa era más de espectáculos que político. La Policía allanó la casa de José Mármol cuatro veces. Se llevó computadoras y dibujos de las nenas para detectar indicios de violencia familiar o abuso.
Casi un mes después, los Pomar aparecieron. Siempre habían estado en el mismo lugar: a metros de la ruta que se sabía habían tomado. El padre de Fernando Pomar tenía casa sobre ese camino y ellos solían atravesarlo para llegar a Pergamino. La familia lo había dicho hasta el cansancio. Nadie escuchó.
La investigación ignoró hasta las pistas
El laberinto judicial acumula diez años. El derrotero se tradujo en cuatro expedientes que de poco pasaron a nada: “No hubo justicia, no hubo reparación”, resume María Cristina. “La justicia en Argentina no existe, es un desastre”, coincide Franco.
La primera causa fue la de averiguación de paradero. Karina Pollice, a cargo (todavía) de la fiscalía N°4 de Pergamino, fue la cara visible de una investigación que demoró 24 días en encontrar muerta a la familia más buscada del país.
El 1° de diciembre de 2009 la desaparición ya se transmitía en algo parecido a una cadena nacional. Las horas de aire y las páginas de los diarios repetían dos alternativas: “La primera es la de una posible desaparición voluntaria y, la segunda, una desaparición involuntaria”, decía Pollice en una conferencia de prensa improvisada.
Para entonces la búsqueda llevaba 17 días. La fiscal habló de “un posible robo, una privación ilegal de la libertad o un secuestro”, delitos sobre los que -aclaraba- no había “pruebas de que se hubieran cometido”. También de “un accidente de tránsito” y de un “conflicto intrafamiliar” de los que -aseguró- “no tener noticias”.
Esas eran algunas de las líneas de investigación en un expediente que por entonces superaba las 800 páginas. Los condicionales -habría, podría, estarían- arrastraban más incertidumbre. Ese día Pollice repitió la palabra “posible” cuatro veces en 40 segundos.
Mientras la desaparición era misterio y especulación, el Ministerio de Seguridad de la Provincia estaba en manos de Carlos Stornelli. Él ordenó a su secretario de Investigaciones, Paul Starc, que coordinara la búsqueda. “Una hipótesis es que los Pomar hayan decidido salir del país”, fue una de las declaraciones de Starc. “Se han analizado todas las llamadas al 911, alrededor de 200”, decía.
Diez años después, en su casa, María Cristina siente dolor de panza cada vez que recuerda a Starc.
“Acá, en este lugar -señala un espacio entre el sillón y unas repisas- me dijo: ‘hay 2.500 efectivos a su disposición. No me acuerdo si se refirió a mí como Cristina o mamá”. Y sigue: “Yo estaba contentísima. Pensaba que con tantos efectivos iban a encontrarlos. Visualizaba a mi hija y a las nenas en un galpón con piso de tierra, por toda la porquería que decían sobre Fernando, que estaba en la efedrina. Todo era mentira, cualquier cosa me hicieron pensar. Pero nada como esto, la manera en la que aparecieron era lo último que podía entrar en mi cabeza”.
A los Pomar los encontraron el 8 de diciembre de 2009 en la Ruta 31 “a 39,5 metros desde la curva interna de la banquina”, 40 kilómetros antes de llegar a Pergamino. Estaban en un monte descuidado, el único en medio de llanura verde.
El 16 de noviembre, Casimiro Flores estaba apoyado en la ventana del primer piso de un micro de larga distancia cuando vio el auto rojo, las ruedas para arriba. Cuando regresó a su casa, llamó al 911 para contar su sospecha: ésos podían ser los Pomar.
Los llamados se atendían en la DDI de Pergamino. Ahí, descartaron la denuncia de Casimiro. Especularon que ese punto no podía ser: agentes del destacamento de Gahan lo habían recorrido sin traer novedades. Así figuraba en las actas.
Condenas mínimas y revocadas
Aquilino Giacomelli atiende el celular una y otra vez. La tez demasiado blanca, el pelo entre rubio y gris, los gestos ansiosos: “Teníamos recontra probado el desastre que habían hecho durante la investigación. La causa contra los policías era por incumplimiento de los deberes y falsificación de las actas de rastrillaje. Pero, por estrategia de los defensores, lograron que prescriba. En la Corte dejaron pasar el tiempo hasta que se cayó”, dice Giacomelli, que representó a María Cristina. Ella fue la única que impulsó las causas penales. Los Pomar no presentaron abogado.
Aquella investigación involucró a 12 policías, entre ellos los que desestimaron el llamado de Casimiro Flores. Siete fueron exonerados, otros, suspendidos por 60 días. Ese fue el castigo.
Solo llegaron a juicio tres policías con rango de teniente por la falsificación de actas. Daniel Arruvito y Luis Quiroga recibieron la orden de recorrer la Ruta 31 “haciendo hincapié en cunetas y debajo de los puentes”.
Nunca se bajaron del auto.
Los sentenciaron a un año y dos meses de prisión en suspenso en 2017. Meses después, la Cámara de Apelaciones de Junín revocó esas penas, las únicas del caso. “Se los condenó por no haber visto lo que a criterio del juez debieron ver”, justificaron en el fallo.
Benito Barcos, el tercero, escribió un acta en la que constaba su recorrida, un “lancheo, lentamente (…) no advirtiendo ningún rastro o huella que hiciera presumir la existencia de un accidente”. El 8 de diciembre la frenada todavía estaba marcada en el asfalto. Barcos no la vio, igual lo absolvieron.
“Había llovido, los pastos estaban crecidos: no se quisieron embarrar los borcegos, por eso no se bajaron del auto. Si caminaban, los encontraban”, dice Giacomelli como quien afirma una obviedad.
Todos los policías involucrados reconocieron no haber sido capacitados para hacer rastrillajes. “Con el diario del lunes, es fácil. Cuando uno sabe dónde mirar, uno lo ve», se enojó Stornelli cuando lo cuestionaron por la impericia
Dos meses después del “papelón de los Pomar”, Paul Starc renunció a su cargo. Ahora es fiscal federal de Tres de Febrero. Stornelli tiene despacho en Comodoro Py.
Poco antes de que se cumpliera una década de la tragedia, el juzgado en lo Contencioso Administrativo de Mercedes responsabilizó a la Dirección de Vialidad y al Gobierno de la provincia de Buenos Aires por la muerte de Gabriela, Candelaria y Pilar. Así, la Justicia consideró que la responsabilidad fue del Estado, tanto por las malas condiciones de la ruta como por “el deficiente servicio prestado en la búsqueda”. El resarcimiento, para la Justicia, es dinero: Franco y su abuela deberán ser indemnizados.
Juan Daniel Assaf, abogado de Franco, apeló: “Para el juez la responsabilidad en el accidente fue en una proporción del 70%. Estimaron que el otro 30% fue culpa de Fernando Pomar. Nosotros creemos que las malas condiciones de la ruta fueron la causa del accidente”.
El nieto y la abuela
“Mi abuela es una vieja copada. Paso mucho tiempo con ella. Charlamos un montón”, dice Franco sobre María Cristina. «Franco es dulzura. Mi hija era así», lo describe ella.
A veces -muchas veces-, mientras está mirando la tele, ordenando papeles o lavando ropa, ella agarra el celular, abre WhatsApp y escribe a su nieto: «Te amo amor mío». Después le manda emoticones de corazones. «No le pongo dónde estás o qué estás haciendo pero uso todas las palabras que puedo para que sepa que su abuela está presente».
Son horas arriba de un micro o de una combi para conectar Pergamino con Capital, al menos una vez por mes. Son almuerzos después de la consulta médica en los que ella llora y él le dice “Abuela, va a estar todo bien”. Y son, además, recuerdos: “Así, rezongando porque el colectivo no llega o porque hay que esperar, te parecés a tu mamá. ¡No puede ser, Franquito! -exagera-. Acá, en Buenos Aires, hace 23 años, pasé lo mismo con tu mamá. Son mis dos amores rezongones”. María Cristina se ríe por primera vez. Ríe hasta con los ojos.
“No puedo ni pensar que también me hubiera faltado Franco. Eso hubiese sido todavía más aberrante y terrible”, dice y otra vez empieza a apagarse. Franco tiene pixelado el momento en que su papá se sentó y le dijo lo que había pasado con su mamá y sus hermanas. A su abuela le perdura el enojo en la memoria: “Ni siquiera vinieron a notificarme. Un medio de comunicación me avisó por teléfono”. Esa tarde, cuando cortó la llamada, sus gritos se escucharon en la casa de al lado, en la que le sigue, en la de enfrente, en toda la cuadra.
“Yo sigo esperando saber el porqué. Tengo tantos por qué. No por qué a mí, sino por qué tanta inoperancia. Por qué la Policía no buscó. Por qué se mezcló Stornelli, por qué Paul Starc vino a mi casa a mentirme”. Las preguntas se acumulan: “Quisiera saber quién archivó la denuncia al 911. Esa era una verdad entre tantas mentiras, y la archivaron. Por qué. Antes de morir quiero saber la verdad”.Franco nació con una enfermedad ósea. Necesitó varias cirugías cuando era chico. Sus primeros años estuvieron acompañados de consultas médicas y viajes a la Ciudad de Buenos Aires para hacerse atender en el Hospital Garrahan. Ahí, del otro lado del escritorio del médico o en los pasillos esperando para saber cómo había salido la operación, estaban Gabriela y Javier Ricabarra, el papá de Franco.
También, María Cristina.
“Qué cosa maravillosa, cuando él era chiquito yo acompañaba a mi hija y a Javier. Estuvimos como un año entero viajando por cuestiones médicas. Y ahora él me acompaña a mí, a Buenos Aires, al oncólogo”. Son horas arriba de un micro o de una combi para conectar Pergamino con Capital, al menos una vez por mes. Son almuerzos después de la consulta médica en los que ella llora y él le dice “Abuela, va a estar todo bien”. Y son, además, recuerdos: “Así, rezongando porque el colectivo no llega o porque hay que esperar, te parecés a tu mamá. ¡No puede ser, Franquito! -exagera-. Acá, en Buenos Aires, hace 23 años, pasé lo mismo con tu mamá. Son mis dos amores rezongones”. María Cristina se ríe por primera vez. Ríe hasta con los ojos.
“No puedo ni pensar que también me hubiera faltado Franco. Eso hubiese sido todavía más aberrante y terrible”, dice y otra vez empieza a apagarse. Franco tiene pixelado el momento en que su papá se sentó y le dijo lo que había pasado con su mamá y sus hermanas. A su abuela le perdura el enojo en la memoria: “Ni siquiera vinieron a notificarme. Un medio de comunicación me avisó por teléfono”. Esa tarde, cuando cortó la llamada, sus gritos se escucharon en la casa de al lado, en la que le sigue, en la de enfrente, en toda la cuadra.
“Yo sigo esperando saber el porqué. Tengo tantos por qué. No por qué a mí, sino por qué tanta inoperancia. Por qué la Policía no buscó. Por qué se mezcló Stornelli, por qué Paul Starc vino a mi casa a mentirme”. Las preguntas se acumulan: “Quisiera saber quién archivó la denuncia al 911. Esa era una verdad entre tantas mentiras, y la archivaron. Por qué. Antes de morir quiero saber la verdad”.