Los militares genocidas tienen su propia lógica y según sus creencias, la mayoría le teme a la justicia divina por sus atroces pecados cometidos en la tierra.
El tirano, Pedro Eugenio Aramburo no pudo morir sin saber que finalmente se encontraría el cuerpo de la abanderada de los humildes. Eva Duarte de Perón. Tal vez pensó que con su último gesto tendría el perdón eterno.
La lógica indica que Jorge Rafael Videla (el último sobreviviente de la Primer Junta Militar del Proceso Militar) debió temer a las mismas tinieblas de su antecesor. Sus últimos días debieron ser patéticos.
Sin embargo todavía debemos pensar en positivo. La esperanza de los familiares de los 30 mil desaparecidos y de todos los argentinos de bien, debe ser que el genocida Videla haya dejado como si fuera una “cláusula gatillo” un testamento para dar a conocer el lugar donde se guardaron las listas de las personas asesinadas. Será una ingenuidad pensar esto. No. La historia con estos asesinos se repite y sus temores también. Un cadáver y millones llorando su ausencia
Arrojado al mar. Fondeado en aguas del Río de la Plata. Enterrado en la isla Martín García. Incinerado. Destruido con ácido. Vejado, mutilado, sometido a prácticas necrofílicas. Durante 16 años, el destino del cuerpo embalsamado de Eva Perón fue uno de los mayores misterios de la historia argentina, y el perfecto símbolo del carácter insólito de esa historia.
El entonces jefe del regimiento de Granaderos, el mayor Alejandro Agustín Lanusse —futuro presidente de facto en 1971— le pidió al sacerdote Francisco “Paco” Rotger, quien era vicario castrense y confesor de la familia Lanusse, que intercediera ante Pio XII para lograr poner a resguardo el cuerpo mancillado de Eva. Rotger pertenecía a la Compañía de San Pablo, comandada en Italia por el padre Giovanni Penco.
El grupo militar tuvo que averiguar cómo se podía exhumar un cadáver para enviarlo a Europa, visitando un Registro Civil, y luego fabricando los sellos de goma que fueron copiados hasta con sus desgastes y defectos, a partir de las muestras en papel que habían obtenido.
La documentación ya completa y con todos los datos de María Maggi de Magistris (nombre falso para el cadáver de Evita) fue cubierta con papel negro abrochado en los bordes que sólo dejaba ver el espacio para las firmas, que un hábil “copista” estampó con total seguridad.
Así, en abril de 1957, el cuerpo de Maria Maggi de Magistris fue embarcado en el buque italiano Conte Biancamano, con destino a Génova. También viajaba junto con ella el suboficial Manuel Sorolla— en calidad de hermano de la muerta, con el nombre falso de Carlo Maggi— y el mayor Hamilton Díaz en calidad de esposo, con el nombre de Giorgio Magistris.
El cuerpo, del tamaño de una púber, iba en un ataúd lleno de cuatrocientos kilos de piedras para que no se golpeara. Al llegar a Génova, una fanfarria esperaba al trasatlántico. Los agentes de inteligencia pensaron que el operativo había sido descubierto, pero lo que en realidad ocurría es que en la misma bodega que Evita viajaban las partituras de Arturo Toscanini, rumbo al museo de la Scala de Milán.
El ataúd fue trasladado a Milán en una furgoneta de golosinas, probablemente de la fábrica de chocolates Ferrero. El 13 de mayo de 1957, a las quince y cuarenta, el cuerpo de Maria Maggi de Magistris ingresó al cementerio Maggiore de Milán, la ciudad de los muertos plebeyos, en el barrio del Mussoco, y fue enterrado en el tombino 41 del campo 86. (datos Revista Zona)
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