De pronto, las cacerolas volvieron a sonar. No con la masividad de 2001 y evidentemente, en una situación económica, política y social, demasiado distinta a la de aquel año. Entonces el país estaba sumido en un caos que aunaba corralitos, pobreza y nula conducción política. Hoy protesta un pequeño grupo afectado en sus privilegios, no en sus necesidades. Protesta desde la comodidad de su balcón, con ahorros bien guardados y con la evidente posibilidad de comprar monedas extranjeras. Es decir, reclaman con manos llenas. De todos modos, es un gran avance democrático. Estos grupos, cada vez que le tocaron sus intereses golpeaban los cuarteles. Hoy golpean cacerolas. Los tibios golpes a las cacerolas representan no una protesta generalizada, sino la de un grupo económico que siempre estuvo arriba en la pirámide de la distribución económica. Surgieron en los mejores barrios porteños y coinciden con el reclamo de los patrones del campo, enojados por el revalúo de sus propiedades después de décadas de valores congelados. Es una mezcla de temor por el dólar y miedo a perder más privilegios. Por eso la protesta convocada por redes sociales y canales de televisión no fue masiva, sino apenas una mascarada poco ruidosa. Pero, vale decir, sus temores, vienen siendo azuzados por sucesivas versiones de corridas bancarias, corralitos, devaluación o pesificación. Todo junto en un combo difícil de explicar hasta para el economista más opositor. No hay demasiados elementos sólidos que permitan una especulación económica semejante. Las bases macroeconómicas del país están sólidas y las reservas en dólares alcanzan para cubrir vencimientos de deuda y sostener el valor de la moneda. Pensar en pesos no es confiscar los dólares. Es, justamente, proteger la moneda nacional y desalentar la fuga de divisas. Las restricciones a la compra de divisas no son tales, sino un férreo control sobre el movimiento cambiario y quien puede justificar la compra y los orígenes de los fondos que usa, no debería tener mayores complicaciones. La sorpresa y enojo que surgen ante los controles responden a la costumbre argentina de correr al dólar sin vacilación. Pero queda claro que muchos de quienes visitaban las casas de cambio para atesorar billetes verdes, no puede justificar plenamente cómo conseguía los pesos para comprarlos. En el caso de los ruralistas de la Pampa Húmeda, que pagaban 47 pesos promedio por año de impuesto inmobiliario y ahora pagarán 67, el nuevo y furioso lockout no es más que un interesado juego de presiones. No solo rechazaron las retenciones a las exportaciones. No aceptan que se ose disminuir aunque sea una porción de sus jugosas ganancias. Pero vale citar algunos datos. De 2003 hasta ahora, el valor en dólares de la tierra en Buenos Aires aumentó entre 3 y 5 veces. Según datos de la Compañía Argentina de Tierras, en la zona Sud (Necochea, Tres Arroyos) el valor promedio de la hectárea pasó de 1.500 a 7.500 dólares; en la zona Centro-Oeste (Balcarce, Tandil) subió de 3.500 a 11.000 dólares; y en la zona Núcleo (Pergamino, Rojas, Salto) saltó de 4.000 a 17.000 dólares. La recaudación del Impuesto Inmobiliario Rural, en cambio, tuvo un incremento mucho menor: fue de 770 millones de pesos en 2003 y de 2.162 millones el año pasado, lo que traducido a dólares es nada más que una duplicación. El poco valor de las tierras también evitaba que los ruralistas deban pagar los impuestos nacionales sobre Bienes Personales y Ganancia Mínima Presunta. La misma situación se repite en Santa Fe, donde se frenó una iniciativa similar evaluada por el gobierno socialista por el rechazo de los legisladores radicales y del PRO. Eso sin contar que la agricultura tradicional fue corrida por la soja, que hoy paga 500 dólares la tonelada. Para ser más gráfico, el dueño de una hectárea en la mejor zona productiva sojera de la provincia de Buenos Aires cosecha con mermas por la sequía, cinco toneladas por hectárea al valor de 1.500 pesos tonelada, son 7.500 pesos en una cosecha magra y con el revalúo fiscal la hectárea llegara a pagar 80 pesos, es el 1 por ciento en un mal año o menos en una cosecha buena. Es como si en lugar de haber cosechado cinco toneladas, cosechara 4950 kilos. ¿Quiénes se beneficiarían con una eventual corrida bancaria y la suba del dólar? Entre otros, sobresale el campo, que está reteniendo granos a la espera de una suba del dólar. En cambio, los controles del Estado al dólar no impactan en la gran mayoría de los argentinos, sino que buscan proteger sus ingresos. Si se sostiene el poder adquisitivo del peso (evitando una devaluación descontrolada y mayores aumentos de precios) juega en la puja distributiva a favor de quienes menos tienen y cobran sus salarios en pesos. Entonces, ningún debate sobre el dólar y los controles es desinteresado, como no lo son las tapas de los diarios y los minutos de aire en los canales de noticias. Responden a una concepción económica en la que unos pocos pueden ahorrar y el resto debe mirar de afuera. No es un modelo inclusivo. No se puede debatir sobre las medidas tomadas para administrar la economía sin considerar el contexto global. La crisis europea lejos está de superarse y el impacto local todavía no se percibe con claridad. Tomar medidas preventivas, entonces, es la mejor herramienta para enfrentar el chubasco. Hasta Barack Obama admitió que la crisis europea “proyecta sombras sobre nuestra economía”, lo que “hace difícil la plena recuperación”. El dolar blue, o de otros colores, no es más que una especulación para ganar en el corto plazo. Una ganancia personal que no representa al conjunto. En este contexto cobra relevancia la política económica de Misiones, que optó por vivir con los recursos propios y, primero con Carlos Rovira y después con Maurice Closs, impuso una política fiscal que permite a la provincia contar con fondos genuinos y desde allí, redistribuir con el Estado como gran decisor del rumbo. Eso permite que Misiones tenga hoy oxígeno, cuando hay otras provincias que comenzaron a sufrir por haber proyectado gastos por encima del crecimiento de la economía. Otro dato llamativo es que la oposición la expresen los sectores de riqueza más concentrados por fuera de estructuras políticas. El “campo” y algunos medios se erigen como cuestionadores de las políticas oficiales ante la ausencia de un espacio que los exprese. La oposición sigue enredada en su confusión y reacciona tardíamente ante las iniciativas del oficialismo. La irrupción del kirchnerismo y del Frente Renovador en Misiones, que por estos días cumple nueve años, rompió los esquemas tradicionales y causó efectos profundos en el modo de hacer política. El efecto inmediato fue el desmadre del peronismo y el radicalismo como estructuras, pero también implicó la aparición de pequeños espacios, por ahora sin representatividad general, que representan segmentos sociales determinados. Lo son en Misiones el partido Trabajo y Progreso o el espacio liderado por el diputado Héctor “Cacho” Bárbaro, que se montó en el reclamo tabacalero para lograr su reelección. Por ahora, parecen tener más chances de crecer estos pequeños espacios que de recuperarse los grandes partidos. Por eso no debe sorprender que las reacciones contra el Gobierno provengan de espacios desestructurados, como la protesta policial o algunos sectores gremiales. En el conjunto, la sociedad ratificó el rumbo en las últimas elecciones y mantuvo la línea, por ejemplo en las elecciones del Instituto de Previsión Social, que se hicieron el miércoles con un amplio triunfo de los candidatos del Frente Renovador. Con holgura, los postulantes del oficialismo superaron a los aspirantes de la oposición, enrolado uno en el viejo gremialismo y otro prácticamente con un empuje testimonial. “Pero nosotros vamos por el triunfo, no por la victoria”, definió Hugo Passalacqua, hoy vicegobernador, pero uno de los primeros hombres en comenzar a diagramar en 2003 el nacimiento del Frente Renovador. Las victorias son las elecciones, el triunfo, consolidar el modelo, dice, “para lo que faltan muchas victorias”.
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