Si uno quería charlar con él…más bien escucharlo, tenía que estar dispuesto a bajar un cambio. Sus frases parecían arbitrarias, a veces surrealistas, y ocurría que al cabo de unos instantes cobraban un sentido cuya contundencia era irrefutable. Tenía la costumbre de rumiar cada palabra y les daba en su boca un tiempo de maduración. Es claro, nadie puede rondar el misticismo o la filosofía hablando a borbotones.
Conoció la dureza de una infancia complicada, con un padre ausente que conoció a los cuarenta y seis años. Fue analfabeto hasta los catorce. Trabajó duro en el campo aunque nunca se sintió gaucho. Creía en la trascendencia tal vez por la influencia de su madre que se atrevió a decirle a Borges que no podía ser agnóstico. “Están los que creen y los que creen que no creen”, decía Facundo al hablar de Dios.
Su increíble hallazgo fue descubrir y hacer suya la certeza de que la vida alcanza para que un hombre sea rico. Una y otra vez hablaba de que la gente no está deprimida, está distraída. “Tenemos un corazón, un cerebro… ¿qué más necesita el hombre para sentir el deleite de lo que lo rodea?” Esa convicción lo llevó a viajar mucho. Es más, decía que no era un cantante, que apenas era un caminante que se atrevía a cantar.
Su prédica pacifista llevó a la Unesco a nombrarlo Mensajero Mundial de la Paz, distinción que puso muy contento a Facundo y a todos aquellos que conociéndolo muy de cerca sabían que era más que merecido. Hoy las redes sociales, las radios y canales de televisión, los diarios y muchos sitios en Internet multiplicaron su palabra, su mensaje a través de la música. Es curioso ver cómo una voz se multiplica ad infinitum después de que su dueño muere. Su palabra repetía el mismo concepto: el valor de la paz y la amenaza de la ambición.
Muchos podrán encontrar un contrasentido al hecho de que un pacifista muera a manos de los violentos. Con ayuda de la imaginería podríamos concluir en que el mismo Facundo se asombraría de esta ecuación. “Si un violento se pusiera a reflexionar sobre la impertinencia de matar a un pacifista no deberíamos llamarlo violento”, puede que acotara.
Quiero también imaginar la imposible reflexión de su propia muerte. Una y otra vez dijo que su vida había sido plena y dichosa. Que había conocido gente extraordinaria. Que tuvo la suerte que es reacia a la mayoría. Supongo que diría que se va de este mundo a aquel otro en el que vigorosamente creía sin pasar factura grande ni chica.
También me arrogo la petulancia de imaginar qué hubiera dicho en torno a su muerte a manos de asesinos. Lo imagino solidarizándose con el pueblo guatemalteco, lamentándose por los grupos violentos que lo acosan y por lo abrumados que hoy se sienten por lo que pasó. Así era Facundo Cabral y recordándolo de esta manera creo que haremos justicia a su prédica y enseñanzas.
Debemos asimilar este golpe transformándolo en una interpelación a nuestras conciencias. Para que reflexionemos sobre las miserias humanas y sobre la codicia que nos aniquila. Para que sepamos que no es más rico quien más tiene sino quien menos necesita, como le gustaba repetir a Facundo tanto como citaba a San Agustín: Sólo pide justicia, pero sería mejor que no pidieras nada.
Los habitantes de la Provincia de Buenos Aires sentiremos muy particularmente haber perdido a uno de nuestros hijos dilectos. El gobierno que encabeza Daniel Scioli interpreta cabalmente el sentir de un pueblo que hoy se encuentra consternado.
Pronto convertiremos nuestro dolor en cálido recuerdo. Acaso nos ayude a apurar ese cambio un mensaje del amigo que hoy lloramos: Nacemos para vivir, por eso el capital más importante que tenemos es el tiempo, es tan corto nuestro paso por este planeta que es una pésima idea no gozar cada paso y cada instante, con el favor de una mente que no tiene límites y un corazón que puede amar mucho más de lo que suponemos. (DIB)
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