Cuando estudiaba en la escuela secundaria en Colón, Sergio, un profesor de literatura fue quien me acerco por primera vez al escritor. Nos solicitó una consigna: la lectura del libro “El túnel”. Tras esto nos dio una tarea: poder hacer una descripción de uno de sus personajes principales, María Iribarne a través de otro de los protagonistas: su marido ciego, el Sr. Allende
Tras este contacto a su obra fue inevitable no querer conocer más de este autor y su particular visión del mundo. Así descubrí que este hombre que había nacido a pocos kilómetros de mi ciudad me infundía respeto por su colaboración y su lucha por los derechos humanos. A pesar de “haber descendido a los infiernos” según su propio relato, su tenacidad y coraje hicieron un aporte de inconmensurable valor para la vida democrática de este país en el informe presentado por la CONADEP “Nunca Más” .
A mediados de los años 90, residiendo en Rosario debido a mis estudios tuve la oportunidad de conocerlo. Una tarde fría de invierno nos enteramos que Ernesto daría una charla sobre literatura y Derechos Humanos. No había sido promocionada su presencia y recuerdo que con una compañera salimos de la Ciudad Universitaria y caminamos hasta la facultad de Ingeniería, donde sería la conferencia, con la ilusión de poder ingresar.
El Salón de Usos Múltiples estaba colmado de estudiantes ávidos de escuchar la charla con el escritor. Arrodillada a pocos metros de él (ya que no había más lugares para permanecer sentado), durante casi dos horas pude experimentar el mágico momento donde el lector y el autor se fusionan en la palabra, el pensamiento y la lectura de la realidad
De aquella vivencia solo quedan los recuerdos que mi mente atesora ya que la mayoría de los estudiantes de aquella época no teníamos acceso a grabadoras ni cámaras de fotos (por supuesto que no conocíamos aún las cámaras digitales) Pero el sortilegio en la escritura está cimentado en eso; las palabras crean una imagen que se atesora en nuestro sentido de percepción de la vida misma
Con los años la lectura de sus novelas y sus ensayos me enseñó a reflexionar acerca del individualismo, la pobreza existencial, la incomunicación, el culto a si mismo, el trabajo deshumanizado, el imperio de la máquina sobre el ser, el sometimiento y la masificación social
Mi segundo encuentro con el escritor fue en el año 2004. Como congresista del III Congreso Internacional de la Lengua Española participé del homenaje académico realizado por colegas, funcionarios y sobre todo por el público. Aquella mañana del 20 de noviembre estaba en el escenario del teatro “El Círculo” Cristina Fernandez de Kichner, quien en ese momento era senadora nacional. A su lado se encontraba el premio Nobel de Literatura José Saramago.
Ernesto ingresó con un paso cansino pero firme y quizás su mente no dio crédito y juzgó que era producto de un espejismo el recibimiento que obtuvo. Al verlo inmediatamente la emoción volvió a apoderarse de mí. Y casi al unísono todos nos pusimos de pie y el aplauso efusivo invadió la sala. Por muchos minutos solo se escuchó el sonido de las palmas que transmitían un mensaje de agradecimiento, respeto y porque no una muestra de cariño al maestro de las letras
Varias veces Ernesto se sacó los lentes y secó sus lagrimas emocionadas, que contagiaron a gran parte de los que allí estábamos presentes
Se escucharon gritos de “Gracias maestro! Sos nuestro! Genio!. Maestro! Es que la paradoja de quedarse sin poder describir lo que estaba sucediendo en ese momento le sucedió hasta Víctor de la Concha, Presidente de la Real Academia española quien manifestó “Querido maestro, no tengo palabras”
Para cerrar el homenaje Saramago, quien se refirió a Sábato como “un hermano mayor”, en los tramos finales de su discurso relataba:
“Hacia este profeta áspero y agreste que la vejez no ha conseguido dominar, hacia esta conciencia dolorida por todas las desgracias del mundo, que un día, muchos años después de las tertulias del café de Lisboa, encaminé finalmente mis pasos, a esa ciudad de Santos Lugares donde también suele irse por otras peregrinaciones edificantes, aunque ninguna tan hermosa y rica en Lecciones para el empedernido descreído que les habla. De nuestro primer encuentro dejé un emocionado recuerdo en mis Cuadernos de Lanzarote. Permítaseme que les lea este breve fragmento:
Dentro, pasé a la penumbra reinante, ninguna luz estaba encendida. Y en ningún momento Sábato se quito las gafas oscuras, de lentes gruesísimos. La sala donde nos recibió daba a la parte de atrás del jardín, la pared divisoria de ese lado, acristalada, apenas dejaba entrar la luz quebrada del rápido atardecer.
Ofrecí a Sábato el Ensayo sobre la ceguera, él quiso saber qué ciegos eran estos míos, yo le hablé de los suyos, después hicimos un repaso juntos de algunos de los ciegos más ilustres de la literatura, tanto de personajes como de autores, y acabamos preguntándonos aquello que muchos han querido saber: si los problemas de visión que uno y otro hemos padecido habrán sido la causa inmediata de nuestras contribuciones de ciegos a los estudios literarios. Estuvimos de acuerdo en que no.
Trajeron un café, que tomamos en silencio. Después Sábato se lanzó, como quien repite un camino ya muchas veces recorrido, a un largo soliloquio que comenzaba por la evocación dolorida de la muerte reciente de un hijo (herida que siempre le estará sangrando), y luego, como si le fuese imposible escapar de su propio laberinto, transito por las diversas obsesiones que le conocemos: la implacable descreencia en la razón, la negación crítica del conocimiento científico, el problema del mal, Dostoievski, la apología de la obra breve...
La sala fue oscureciendo hasta que casi no conseguíamos vernos. Sábato no se levantó a encender la luz. Sombra entre sombras, su voz de ceniza lentamente fue cubriendo la sala, los estantes, las caras, los bultos, las manos. Le dije que hasta para no creer en la razón teníamos necesidad de la razón, que el mal no era efecto ni obra de un demonio, que no hay otro demonio ni otro Dios que la cabeza del propio hombre. No tengo seguridad de que me oyera, su voz era como un no negro hacia el cual, poco a poco, yo mismo, todavía sujeto a la orilla, iba resbalando.
Esta fue la primera vez que nos vimos. Regresé años después a Santos Lugares, luego fuimos coincidiendo aquí y allí del mundo, en Madrid, en Badajoz, en Lanzarote, cada vez más próximos el uno del otro en la inteligencia y en el corazón, el hermano mayor, yo, sólo un poco más joven, dos seres que, en el exacto momento en que finalmente se encontraron, comprendieron que se habían estado buscando.
Hoy, Ernesto, aquí estamos una vez más, y ha sido a mí, escritor portugués y amigo tuyo, a quien le ha cabido el honor inestimable de verse elegido mensajero, no ya de todos cuantos han venido a Rosario a celebrar los fastos de la lengua castellana y a ampliar las avenidas de su futuro, sino también (que me sea perdonada la presunción) de cuantos, fuera de estas paredes, en Argentina, en América, en el mundo, lo admiran y lo respetan, leen tus libros, escuchan tus palabras y contigo mantienen el mejor de los diálogos, el de las conciencias.
Entre el temor y el temblor en que nuestras vidas discurren, la tuya no podía ser una excepción. Aunque quizás no se encuentre en los días de hoy una situación tan radicalmente dramática como la tuya, la de alguien que, siendo tan humano, se niega a absolver a su propia especie, alguien que a sí mismo no se perdonará nunca su condición de hombre.” finalizó el Premio Nobel de Literatura
Nunca olvidaré aquel encuentro ni el aporte de su enseñanza en mi vida. Su partida es una pérdida notable para la literatura y para los que aún creemos que es posible un mundo mejor. Alguna vez dijo: “Hay días en que me levanto con una esperanza demencial, momentos en los que siento que las posibilidades de una vida más humana están al alcance de nuestras manos” Hasta siempre Ernesto.
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