La diferencia entre un préstamo voluntario y otro de última instancia es que, el primero, tiene sólo cláusulas económicas (plazos, intereses, garantías, etcétera) y, el segundo, además, “condicionalidades”, es decir, otros compromisos que asume el tomador.
La necesidad de recurrir a un PUI es reveladora de que, en el criterio de los mercados, el deudor no satisface plenamente los requisitos de liquidez y solvencia que garanticen la devolución del préstamo. Inicialmente, esta apreciación se refleja en el “Riesgo País” y en la mayor tasa de interés que debe pagarse por los créditos voluntarios y los seguros por la eventualidad de incumplimiento.
La calificación crediticia puede no reflejar la situación real. Es una opinión del mercado que incluye juicios de valor, fuertemente influidos por la visión ortodoxa y monetarista. De tal modo, como sucede actualmente, en el caso argentino, todos los indicadores de liquidez y solvencia pueden ser sólidos. Sin embargo, como la fortaleza macroeconómica resulta de políticas antipáticas para los mercados, la evaluación es mala.
A menudo, la calificación también es una profecía autocumplida, es decir, que ella misma contribuye a desencadenar los sucesos que anticipa. En la reciente crisis global ha quedado muy comprometida la credibilidad de las agencias de evaluación por la debilidad de su análisis o, directamente, su colusión con los intereses actuantes en los mercados especulativos.
El extraordinario crecimiento de la especulación financiera multiplicó los problemas de la gestión de la política macroeconómica de los países. Su vulnerabilidad respecto de los mercados aumentó en relación directa con la dimensión de sus desequilibrios fiscales y de pagos internacionales. Cuanto mayor es la necesidad de financiamiento mayor es la sujeción a los criterios de los mercados y de las agencias evaluadoras. En los países excesivamente endeudados, esa dependencia es absoluta. En tales circunstancias, el PUI proporciona su “ayuda” siempre y cuando las políticas del deudor se ajusten a sus criterios.
El Fondo Monetario es el PUI por excelencia. Su comportamiento ha cambiado en el transcurso de los años. Nuestros países han apelado al FMI como PUI en múltiples oportunidades. Desde las primeras operaciones en la región, los programas del FMI procuraban que los países combatieran la inflación y restablecieran el equilibrio fiscal y de balance de pagos, mediante programas de ajuste. Estos incluían baja del gasto público, aumento de impuestos, restricción monetaria y devaluación de la moneda. Se trataba de reducir la demanda interna y las importaciones y estimular las exportaciones.
Debate Estos programas abrieron un acalorado debate entre la visión del Fondo y el pensamiento estructuralista cuya sede, bajo el liderazgo de Raúl Prebisch y sus colaboradores, era la CEPAL, con asiento en Santiago de Chile.
La posición estructuralista enfatizaba el hecho que los desajustes en nuestros países, incluyendo la inflación, no eran un problema esencialmente monetario sino estructural y de restricciones de oferta. Por lo tanto, los programas del FMI no resolvían los problemas. Era necesario vincular la estabilidad con el desarrollo. El Fondo no se instalaba permanentemente para monitorear el cumplimiento de los programas. Superada la emergencia, los países recuperaban libertad para repetir sus malas políticas o cambiarlas. Cuando se aceleró la globalización financiera y nuestros países fueron inundados con crédito voluntario buscando nuevos negocios en la periferia, el mundo se olvidó del ajuste y del FMI. Había tanto crédito como se demandaba y esto promovió crecientes desequilibrios fiscales y de balance de pagos.
El Consenso de Washington Agobiados por la deuda y sin acceso al crédito voluntario, los países recurrieron al FMI, pero las cosas habían cambiado. La dimensión de la deuda había convertido los desequilibrios transitorios en estructurales, los cuales, reclamaban el replanteo del problema y de toda la política económica de los deudores. América Latina claudicó ante el club de acreedores monitoreado por la Tesorería estadounidense y el FMI. De allí en más, el PUI no reclamaba programas contingentes para resolver desajustes transitorios, como había sucedido hasta entonces. Ahora, era preciso someter la totalidad de la política económica a sus criterios. El Consenso de Washington contenía el programa a aplicar, incluyendo la desregulación de los mercados, las privatizaciones, la apertura indiscriminada al capital extranjero y la marginación del Estado.
Dependencia total Todos estos objetivos pasaron a formar parte de las condicionalidades exigidas por el FMI. No se trataba, como en el pasado, sólo de un plan contingente y transitorio de ajuste sino de un amplio programa de “reformas estructurales” que sometía, la totalidad de la política económica de los deudores, a lo que Prebisch denominó “el pensamiento céntrico”. En conclusión, el FMI como PUI no fue ni es parte de la solución sino del problema. ¿Cuál es la solución del dilema? No tener necesidad de PUI porque la casa está en orden, es decir, el presupuesto y los pagos internacionales en equilibrio, la producción doméstica es competitiva, el ahorro interno es el sustento del financiamiento y la acumulación de capital, la toma de créditos externos e inversión extranjera está ajustada a los equilibrios de largo plazo del sistema. Aun así, en el escenario de una macroeconomía sólida, pueden surgir emergencias que requieran recursos adicionales, para lo cual, no se quiere apelar al crédito voluntario externo porque sus condiciones no son aceptables. Para tales casos existe un PUI que no es el FMI. Consiste en las propias reservas internacionales acumuladas principalmente en el Banco Central, como lo destaca Roberto Frenkel en un artículo reciente. Las reservas
Contar con reservas propias para enfrentar emergencias es, en efecto, el mejor de los PUI posibles. Pero también tiene sus condicionalidades, impuestas por la realidad, no desde afuera. Las reservas son necesariamente finitas y son, por lo tanto, un PUI transitorio y contingente. Si hay que apelar a ellas debe simultáneamente realizarse el ajuste necesario para corregir el desequilibrio provocado por la emergencia.
Es decir, hay que fortalecer la solvencia fiscal, la competitividad, la política monetaria pro desarrollo y estabilidad. Las reservas, como prestamista de última instancia, tienen la gran virtud de dar el tiempo necesario para realizar el ajuste compatible con los intereses nacionales. Al mismo tiempo, su existencia contribuye a fortalecer las expectativas y a crear el clima favorable a la inversión y la generación de empleo.
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