“Conocer tu identidad, aunque tus padres no estén vivos, es encontrarse con uno, es decir ‘yo vengo de acá’. Es encontrar la punta del ovillo para comenzar a armar ese ‘quién soy’. Es algo inexplicable que la mayoría de la gente no se da cuenta porque conoce perfectamente su origen”, dispara Gabriel.
El 11 de enero de 1977 María Delia Leiva esperaba el colectivo a la salida de su trabajo en una fábrica en San Martín cuando un móvil de la Brigada de esa localidad la secuestro para llevarla a un centro clandestino de detención y luego desaparecerla.
En los brazos de María estaba en ese momento su hijo Gabriel, de tan sólo tres meses, quien luego de permanecer un mes “detenido” en la Brigada, fue entregado a un matrimonio en Pergamino que no podía tener hijos.
“Me enteré de todo esto recién a los 24 años, cuando me dieron el resultado del ADN”, cuenta. Hasta ese momento Gabriel se llamaba Hernán Duarte, el nombre que sus padres adoptivos le habían puesto.
El bebé había llegado a la casa en febrero de 1977, un mes después de su desaparición. Había sido entregado al matrimonio por la hermana de un vecino que era policía, quien – según confesaron luego los padres adoptivos – había dicho que los progenitores de Gabriel habían “muerto en un enfrentamiento”.
La pareja anotó al bebé de casi cuatro meses como hijo propio en el registro civil y obtuvo una partida de nacimiento firmada por un prestigioso médico de la localidad.
“Cuando cumplí los seis años me dijeron que era adoptado. No usaron exactamente esa palabra pero me dijeron que era su hijo del corazón. Durante mucho tiempo no les pregunté más nada porque, pensaba, que por alguna razón mis padres biológicos no me habían querido. Entonces, ¿para qué iba a investigar si yo tenía una familia que me habían criado y me quería?”
Al entrar en la adolescencia comenzó a prestar atención en las marchas de las madres y abuelas que veía por televisión, incluso un allegado de su familia adoptiva le deslizó en algún comentario que tal vez podía ser un nieto desaparecido. “De a poco empecé a vislumbrar que podía haber una historia que yo ignoraba por completo”, recuerda.
“Les plantee estás dudas a mis padres adoptivos. Primero me dijeron que me iban a ayudar, pero después me fueron deslizando que si yo investigaba esto ellos podían ir presos porque me habían inscripto en el registro civil como hijo propio – cuenta – me dijeron que mis padres biológicos estaban muertos y, aunque cada tanto me acechaba la idea de que debía tener otra familia, decidí no hacer nada por temor a que los encarcelaran”.
Una vez terminado el secundario, se fue a vivir a Entre Ríos, donde estudió teología. Ya en la universidad, a los 23 años, decidió acercarse a la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (CONADI). “Me llevó todos esos años tomar la decisión. Tal vez vivir a la distancia hizo que me animara a realizarme el estudio”, reflexiona.
Le tomaron la muestra en 1999 y el resultado estuvo un año y medio después. “Por suerte ahora los resultados tardan mucho menos. Hay casos en los que se revela en un mes o menos”, explica.
En octubre de 2000 lo citaron de la CONADI para decirle que ya estaban los resultados. “Cuando llegué me contaron que mi nombre era Gabriel Matías Cevasco y me mostraron mi documento de bebé. Me mostraron la foto de mi mamá conmigo en brazos. Me contaron que mi familia me había buscado siempre y algo que no hubiera esperado jamás: mi papá estaba vivo. Somos muy pocos los que tenemos esta suerte”, recuerda todavía con emoción.
Luego de revelarle su identidad, le dijeron que su familia estaba cerca. “Están esperando para conocerte, pero lo tenés que decidir vos. Yo inmediatamente dije que sí. Allí conocí a mi papá y a mi tía materna. Y desde ese mismo momento quise que me llamaran Gabriel”.
El joven se convirtió en el nieto recuperado número 70, y a partir de ahí comenzó a desandar los 24 años que había vivido con otra identidad. “El sólo hecho de que me dijeran cuál era el día de mi nacimiento fue maravilloso porque yo siempre festejaba mi cumpleaños sabiendo que no era ese día porque mis padres adoptivos me habían contado desde chico que no sabían cuándo había nacido exactamente”, ejemplifica.
Y agrega: “Son infinidad de cosas, y todas contribuyen a armar tu historia. Hasta que no las supe, muchas veces me miraba al espejo y pensaba: ¿A quién seré parecido? ¿Cómo habrá sido mi madre? ¿Y mi padre? Y mirar hacia atrás era meterse en un agujero negro”.
Además de con su papá, el joven se reencontró con tíos y tías (una de ellas hermana melliza de su madre y otra militante de Abuelas), primos, y abuelos paternos. “De a poco tratamos de ir recuperando el tiempo perdido. Con mi papá me pasa, por ejemplo, que si bien no opinamos en todo igual su forma de elaborar los pensamientos es idéntica a la mía”, describe.
Por los que se han ido, por los que vendrán
Desde el momento en el que descubrió su identidad, Gabriel comenzó a colaborar con Abuelas de Plaza de Mayo. “La mamá de mi madre militaba en la organización, pero lamentablemente murió antes de que me encontraran”, cuenta con pesar.
“Si yo me enteré de la CONADI fue gracias a que leí una nota de Abuelas, de otra forma no hubiera sabido por dónde comenzar a buscar mis orígenes. Entonces yo siento que tengo una deuda enorme con las abuelas. Por ellas, por las que están y por las que no, es que colaboro en todo lo que puedo para que otros también puedan saber quiénes son, cuál es su verdadera identidad”, sentencia.
El nieto recuperado vive hoy en San Martín, con su esposa y sus dos hijas pequeñas. “Ya estaba casado cuando me había hecho el estudio de ADN y decidimos no tener hijos hasta tanto no estuviera el resultado porque si no los hubiera tenido que anotar con un nombre que era falso. Y esa es otra parte que hay que tener en cuenta. Porque las abuelas buscan a los nietos, pero ya debe haber muchos bisnietos que también tienen derecho a saber su origen”, concluye. (TELAM)
|